Reflexiones críticas a El constitucionalismo de los derechos, de Luis Prieto Sanchís
Karoll Marcela Burbano Padilla*
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Critical reflections to El constitucionalismo
de los derechos by Luis Prieto Sanchís
Resumen
Este texto presenta una descripción condensada y objetiva de las principales ideas y características de la obra “El Constitucionalismo de los Derechos: Ensayos de filosofía jurídica” de Luis Prieto Sanchís, uno de los más destacados filósofos del derecho españoles y autor de numerosos trabajos de investigación en teoría, filosofía e interpretación jurídica. Además, se presenta una breve reflexión crítica al análisis teórico del modelo neoconstitucionalista realizado por el autor.
Palabras clave: Derechos fundamentales y Constitucionalismo; Constitucionalismo; Neoconstitucionalismo; Teoría del derecho; Filosofía jurídica.
Abstract
This text presents a condensed and objective description of the main ideas and characteristics of the work “Constitutionalism Rights: Essays in legal philosophy “ by Luis Prieto Sanchis, one of the most prominent Spanish philosophers and author of numerous research papers in theory, philosophy and legal interpretation. In Addition, a brief critical reflection on the theoretical analysis about the Neoconstitutionalism made by the author is presented.
Keywords: Fundamental Rights and Constitutionalism; Constitutionalism; Neoconstituti-onalism; Theory of Law; Legal philosophy.
Fecha de presentación: 6 de marzo de 2016. Revisión: 21 de abril de 2016. Fecha de aceptación: 23 de mayo de 2016.
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I. Introducción
Los derechos fundamentales han sufrido un proceso de intensa revolución en los últimos 30 años, si nos remontamos a la primera mitad de la década de los 1970, veremos las enormes diferencias de lo que tenemos hoy en día en materia de derechos. Sin duda en el plano normativo, se puede observar un enorme proceso de expansión de catálogos de derechos en los textos constitucionales, así como en los tratados internacionales; en el caso de América Latina, dignos exponentes de lo dicho son la Constitución guatemalteca de 1985, la de Brasil de 1988 y por supuesto, la Constitución de Colombia de 1991. Pero también, el conocimiento científico sobre la materia ha cambiado, en el plano teórico, el constitucionalismo o neoconstitucionalismo, como algunos han querido llamarlo, es un concepto o término que ha hecho fortuna de manera reciente, autores como Robert Alexy, Ronald Myles Dworkin, Carlos Santiago Nino, Gustavo Zagrebelsky o Luigi Ferrajoli, entre otros más, se adscriben a esta nueva teoría del derecho y no es extraño que sus posturas irradien en muchas ocasiones la ratio decidendi de cientos de sentencias.
El constitucionalismo de los derechos1 es una muestra más de la ardua discusión sobre el neoconstitucionalismo. Esta obra cuenta con dos pretensiones generales: la primera, evidenciar las consecuencias y dificultades que los sistemas jurídicos de tradición continental han experimentado a partir del constitucionalismo, es decir, a partir del reconocimiento constitucional de un amplio catálogo de derechos que gozan de plena fuerza jurídica. Y la segunda, reflexionar acerca de cómo ese nuevo constitucionalismo ha influenciado nuestra manera de concebir el derecho. Con ese objetivo, Prieto Sanchís presenta diez ensayos, uno por cada capítulo, todos escritos de manera independiente aunque se ligan de un modo u otro al constitucionalismo.
El presente escrito intentará –y espero que de manera afortunada–, exponer un resumen de la obra tratando de interpretar de manera adecuada la intención que tuvo el autor al desplegar sus ideas, tarea que se cumplirá capítulo a capítulo dada la especial connotación de la obra arriba mencionada; luego se realizará un comentario enfocado más al análisis teórico de ese fenómeno denominado neoconstitucionalismo y que aborda Prieto Sanchís en sus cinco primeros capítulos, pues los cinco restantes están dedicados al examen de ciertas consecuencias prácticas acarreadas por el neoconstitucionalismo, que no cuentan con un hilo conductor fuerte y que haría de este escrito un trabajo inagotable, difuso y poco coherente.
II. El neoconstitucionalismo y
sus principales características
En el primer capítulo Prieto Sanchís aborda el concepto de neoconstitucionalismo y sus principales características, después analiza al neoconstitucionalismo como filosofía política y expone el conflicto entre derecho y democracia; se observa al neoconstitucionalismo como una versión positivista y al final se contrapone neoconstitucionalismo versus iusnaturalismo y positivismo.
Para Prieto Sanchís no es correcto hablar de “neoconstitucionalismo”, en singular. Se debe hablar de “neoconstitucionalismos” porque, es claro, no existe una teoría o doctrina neoconstitucionalista unitaria; en cambio sí existen distintas maneras de entenderlo. Según el autor, el neoconstitucionalismo puede entenderse como una filosofía política o como una doctrina del Estado justo; como teoría del derecho, observando a las normas constitucionales como principios y a favor de la argumentación y el activismo judicial; como concepción del derecho, negando las teorías fundamentales del positivismo de las fuentes del derecho y la no conexión entre derecho y moral; o como ciencia del derecho, negando el punto de vista externo e inclinándose por la perspectiva interna (Alexy, Dworkin, Nino) o crítica (Ferrajoli).
No obstante todas esas formas de defender el neoconstitucionalismo tienen algo en común, sus caracteres esenciales: la plena fuerza normativa, la rematerialización de la Constitución, la garantía judicial y la rigidez constitucional –último aspecto en el que Prieto Sanchís no está de acuerdo–; caracteres que a su vez son rasgos singulares del Estado constitucional de derecho.
Pues bien, como dijimos, en primer término se cuestiona si el modelo neoconstitucionalista es la mejor forma de organizar la sociedad política ya que aunque no otorga una respuesta concreta, sí deja establecida con claridad la discrepancia entre el ideal constitucionalista y el ideal democrático, su relación indirectamente proporcional, donde la premisa sería a mayor densidad normativa de la Constitución y mayor relevancia al decidido judicial, menor será la acción del legislador, lesionando el principio democrático; tensión que ha recibido el nombre de “objeción democrática” que propugna una Constitución menos incluyente o más débil. Sin embargo para constitucionalistas fuertes, como Ferrajoli y Dworkin, tal tensión no se da. Se sostiene por un lado, que la Constitución es expresión de la democracia: derechos y votos se conciben como expresión genuina de esta última, como fragmentos de soberanía popular en manos de todos y cada uno. Por otro lado, en cuanto al acrecentado activismo judicial, estos teóricos niegan la sustitución del legislador por el juez, ya que, para ellos, la aplicación de los principios sustantivos por parte del juez no compone un ejercicio abusivo de subjetividad, en todo caso el margen de discrecionalidad queda anulado pues el juez, si bien es más activo, se encuentra comprometido con un razonamiento práctico de principios morales y jurídicos que incluso –siguiendo a Dworkin– lo deben llevar a la unidad de solución correcta.
Advierte Prieto Sanchís que de ser sostenibles los mencionados argumentos del constitucionalismo fuerte, éste termina por englobar la imagen del “juez boca muda” del positivismo de vieja data. La teoría de Prieto Sanchís es que, quizá el neoconstitucionalismo no implica una crisis al modelo positivista legalista tradicional, sino que más bien el neoconstitucionalismo termina siendo el positivismo jurídico de nuestros días. Con el fin de fundamentar lo dicho, Prieto Sanchís refiere algunos puntos en común entre positivismo y neoconstitucionalismo. Para empezar, trae a colación el tema del origen y la finalidad de la ley, es decir, ilustración y racionalidad. La consideración del autor es que si bien el neoconstitucionalismo por definición lesiona la supremacía de la ley, se vincula a una teoría de argumentación jurídica que hace de su producción un proceso más racional, menos voluntarista y menos discrecional, un modelo acorde al ideal ilustrativo de la ley como instrumento del proyecto de racionalización político y social.
Ahora, sí lo relevante dentro del Estado constitucional de derecho es salvaguardar los principios y los derechos fundamentales, los límites entre Constitución y ley desaparecen, pues ese es el fin último del sistema jurídico al que, tanto una como otra, deben responder. Lo que en cierto modo implica un ideal de coherencia, el anhelo de un sistema jurídico libre de conflicto y sin necesidad de ponderación, tal y como lo ansiaban los positivistas.
Por otro lado, la discrecionalidad también resulta un punto en común entre neoconstitucionalistas y positivistas, pues la ponderación, propia del primero, no es otra cosa que un juicio de valor, un ejercicio de discrecionalidad al estilo de Hans Kelsen, Herbert Adolphus Lionel Hart o Norberto Bobbio. Si bien la ponderación permite e incluso incrementa los márgenes de discrecionalidad judicial, para Prieto Sanchís debe quedar claro que este no es un defecto exclusivo de la ponderación.
A pesar de que en la actualidad milita un positivismo teórico que es más normativo que descriptivo y que, por tanto, sus postulados juegan como contraparte directa del constitucionalismo fuerte, se pretende demostrar que las tesis fundamentales del positivismo metodológico y conceptual son plenamente sostenibles en el marco de los sistemas jurídicos constitucionalizados, excluyendo al constitucionalismo ético de esa posibilidad. Señala que para el positivismo incluyente, así como para Kelsen, Hart o Ferrajoli la afirmación de que la validez de una norma no puede apelar nunca a la moralidad, es insostenible. Así los postulados del positivismo metodológico no resultan incompatibles con el modelo constitucionalista. Por ello Ferrajoli distingue entre vigencia y validez, donde la primera responde a la formalidad y a criterios de procedimiento mientras que la segunda responde siempre a principios sustantivos, convirtiendo a la moral en criterio de identificación del derecho.
De acuerdo con Prieto Sanchís, la filosofía política constitucionalista no obliga al abandono del positivismo conceptual, por cuanto la moral no sólo tiene un carácter contingente y nada diría sobre el concepto del derecho, sino porque el derecho en ningún caso deja de ser expresión de fuerza y heteronomía, contrario a la autonomía de la moral; además porque –en todo caso– la democracia política y la asimetría del aparato institucional no permiten asegurar el resultado de justicia de las leyes, es decir, los procedimientos de creación y aplicación de las leyes no están en condiciones de reproducir un dialogo moral. Por consiguiente, es viable un constitucionalismo positivista, es decir, un sistema jurídico constitucionalizado con apertura a una vasta argumentación moral permite seguir sosteniendo un modelo de ciencia descriptiva o avalorativa, como la propugnada por los positivistas, siempre y cuando no se excluya la posibilidad de crítica externa, precisamente, porque la moral social que encarna el derecho debe mantenerse separada de la moral critica.
Por último, se discute sobre si el neoconstitucionalismo es la superación dialéctica entre el iusnaturalismo y el positivismo, en tanto muchos han postulado al neoconstitucionalismo, como una filosofía del derecho totalizadora y pluralista, como solución al enfrentamiento entre iusnaturalistas y positivistas. Para Prieto Sanchís, el neoconstitucionalismo no representa una tercera vía entre iusnaturalismo y positivismo, sino que más bien recrea ideas ya conocidas de una u otra de esas concepciones tradicionales del derecho. Por ejemplo, como filosofía política neoconstitucionalismo e iusnaturalismo comparten la idea de que la protección de los derechos naturales (hoy denominados fundamentales) son el cimiento de la sociedad, aunque la enorme diferencia es que antes los derechos, al encontrarse fuera del sistema jurídico, representaban únicamente un parámetro de justicia más no de validez.
III. Garantismo y constitucionalismo
El segundo capítulo, denominado “garantismo y constitucionalismo”, se dedica a desplegar los planteamientos de la teoría garantista de Luigi Ferrajoli. El garantismo parece ubicarse en una posición intermedia o especial entre el positivismo de vieja data y las nuevas teorías principialistas.
El garantismo pretende dar cuenta de ese nuevo Estado constitucional, por ello incorpora o hace suyo uno de los rasgos más característicos del neoconstitucionalismo: la rematerialización de la Constitución, no obstante siempre intenta adherirse al positivismo. Para el autor, el constitucionalismo estándar cuenta con tres características que permiten diferenciarlo del garantismo y que representan otros tantos puntos de divergencia entre ellos. La primera se refiere a la tesis metodológica y conceptual de la relación necesaria entre derecho y moral y la primacía del punto de vista interno; la segunda a la fuerza normativa de la Constitución que admite su aplicación directa; y la tercera a la visión conflictualista de las normas sustantivas de la Constitución. En este capítulo se aborda cada uno de estos puntos de divergencia, prestándole copiosa atención al último postulado, al que le dedica la mayor extensión del ensayo, quizá por ser ésta uno de las posiciones más dificultosas de la teoría garantista.
Según la lectura de Prieto Sanchís de la teoría principialista, ésta percibe a la Constitución como expresión de pluralidad de partidos políticos, por tanto como expresión de pluralidad de principios, se muestra naturalmente conflictiva; conflictos que devienen importantes en tanto dichas Constituciones cuentan con plena fuerza normativa, que a su vez en gracia de la naturaleza principal de sus normas hace que el método para resolver dichos conflictos sea la ponderación o triunfo circunstancial. Ferrajoli no está de acuerdo con la naturaleza conflictiva ni ponderativa adscrita a la Constitución y de los derechos fundamentales. Además considera que se ha creado un excesivo conflictualismo principialista, es decir, se han inventado conflictos donde sólo hay límites, lesionando la propia normatividad y supremacía constitucional. Una vez más Ferrajoli se aparta del neoconstitucionalismo, pues lo que el conflictualismo ha entendido como la máxima extensión de los derechos fundamentales –me refiero a la ponderación–, para Ferrajoli se traduce en el debilitamiento del núcleo mismo de los derechos. Así, si el conflictualismo opta por un incremento de los derechos, Ferrajoli se inclina por menos derechos pero más fuertes, defendidos a través de la teoría interna de los derechos, según la cual pueden distinguirse claramente sus límites en las normas que los enuncian, por consiguiente no existen verdaderos conflictos interpretativos.
En este punto, Prieto Sanchís opta por las tesis principialistas que defienden la teoría externa de los derechos: el contenido real de los derechos no aparecen delimitados ex ante o desde la Constitución, sino ex post o tras la resolución de los eventuales conflictos (p. 99).
IV. Constitucionalismo ético y constructivismo moral
El tercer capítulo está dedicado a analizar la correspondencia entre el constitucionalismo ético y el constructivismo moral, corrientes que han sido prohijadas por neoconstitucionalistas y que en apariencia pueden convivir pacíficamente cuando se trata de abordar la relación entre el derecho y la moral, arguyendo que, dentro de una democracia constitucional que incorpora un buen número de principios morales en la cúspide del sistema jurídico, está relación no sólo resulta forzosa, sino que genera una obligación moral de obediencia al derecho.
Expone Prieto Sanchís que tanto el constructivismo ético como el iusnaturalismo, pretenden un sistema jurídico teñido de moralidad y generador de un deber de obediencia; pero además de eso, el constructivismo ético propone que la interpretación del derecho es una tarea colectiva que implica un acuerdo inicial sobre las prácticas legales: sostiene que la fuente conjunta del derecho y la moralidad es la democracia, pretende que todo derecho constitucionalmente valido sea, por ese solo hecho, el mejor derecho o un derecho justo. Según esta doctrina, la moral crítica se construye a partir de la moral social por medio de la participación colectiva, de modo que la moral se democratiza e institucionaliza un discurso moral en racional, pues la interpretación del derecho no viene dada de la observación de un solo sujeto (el juez) sino de la democracia. El procedimiento democrático de producción del derecho, se erige entonces en fuente conjunta de juridicidad y eticidad, de modo que, ya no importará la racionalidad de las normas individuales, sino del sistema jurídico en conjunto, porque la norma es justa y válida sí responde a un ordenamiento que se haya producido de acuerdo a la democracia.
Para Prieto Sanchís el constructivismo ético resulta contradictorio e insostenible en tanto la posibilidad de una crítica externa al derecho se anula por completo, al igual que la posibilidad de constatar la injusticia de la norma:
la posibilidad de un derecho injusto tiende a disolverse porque tiende también a disolverse el dualismo moral crítica/moral social y, por extraño que parezca, el derecho democrático se erige en juez de su propia justicia (p. 113).
A tenor de estas condiciones, el constitucionalismo ético sostiene las relaciones entre el derecho y la moral, no desde un punto de vista externo y universal, como solía hacerlo el iusnaturalismo, en donde la moral figuraba como una ética superior, sino que optan por un internalismo hermenéutico que busca un derecho válido y justo al mismo tiempo, es decir, vincula la perspectiva interna del derecho a la perspectiva interna de la moral para así justificar su obligatoriedad, aboliendo cualquier observación crítica u objetualista externa. El argumento de injusticia o corruptio legis resulta indefendible en el constitucionalismo ético, pues si el discurso ético irradia al sistema jurídico y el participante a interiorizado dicha moral, haciendo de ella su moral crítica, no podrá constatar la injusticia de una norma porque para él la moral social será la moral correcta y esa es la plasmada en el derecho.
Además, según el autor, esta doctrina convierte a la moral en concepto de autoridad y, por ende, en algún punto dicha autoridad terminará emitiendo normas sin contenido moral. Prieto Sanchís se pregunta si los modelos democráticos actuales son capaces de satisfacer el modelo racional y si el discurso moral colectivo otorgará suficientes razones de obediencia de la ley incluso cuando, a partir de nuestra reflexión individual, la desaprobemos por inmoral. Para finalizar, afirma Prieto Sanchís que el modelo constructivista no apoya un constitucionalismo fuerte, sino que se encuentra a favor de una democracia basada en el principio mayoritario.
V. La objetividad en la interpretación,
aplicación e identificación de normas
a partir de principios morales
En el cuarto capítulo, Prieto Sanchís, partiendo de la premisa de que la inclusión de conceptos morales en el sistema jurídico es un hecho que no admite discusión, traslada el conflicto al tema de la objetividad en la interpretación, aplicación e identificación de normas a partir de principios morales, es decir, la cuestión que incumbe ahora es discernir si atribuir significado a esos principios morales comporta un acto de conocimiento o de simple voluntad subjetiva. Para el desarrollo de este capítulo, Prieto Sanchís se refiere a la respuesta ecléctica según Josep Joan Moreso confrontada con los planteamientos de Ronald Dworkin sobre la unidad de respuesta correcta.
Conforme a su análisis, a pesar de que el positivismo puede situarse entre la objetividad y la indeterminación del derecho, no es desconocido que en él militan varias respuestas no uniformes. Además de las posiciones objetivas que consideran que es posible una unidad de respuesta correcta, se encuentran las mayoritarias que se inclinan por el escepticismo moderado, según el cual siempre existirá discrecionalidad al interpretar ya que esto supone decidir un significado de entre varios posibles; y las visiones eclécticas, para las cuales la textura abierta de los principios concibe la dualidad entre un núcleo de certeza y uno de penumbra, última en la que la discrecionalidad y la función productora de reglas por parte del juez es del todo aceptable.
De acuerdo a esta clasificación, nuestro autor ubica a Moreso dentro de las posiciones eclécticas gracias a su teoría denominada “vigilia”, según la cual dado que el lenguaje del derecho es abierto o ambiguo, los órganos de aplicación que deben justificar en todo caso sus decisiones, cuentan con discreción a la hora de resolver.
Luego expone la visión de Dworkin sobre el particular, según la cual cabe distinguir entre concepto y concepciones, donde el primero hace alusión a proposiciones morales que no son objeto de discusión, mientras que las segundas cambian según la visión histórica de los conceptos. Los conceptos incontrovertibles admitirían pluralidad de concepciones, pero para Prieto Sanchís, Dworkin no admite la discrecionalidad de decidir entre la pluralidad de concepciones, sino que para él también es posible encontrar la mejor concepción. Al parecer Dworkin intenta apaciguar su consideración de valores absolutos, reconociendo que la objetividad del razonamiento jurídico y la tesis de unidad de respuesta correcta reposan irremediablemente en la objetividad de la moral, sosteniendo un realismo moral que implica la existencia de una realidad objetiva.
Prieto Sanchís argumenta que Moreso parece partidario de esta última versión, aunque con mayor precaución, según su dicho, Moreso no cree en la existencia de propiedades morales en el mundo, pero siente admisible alguna objetividad moral necesaria para delimitar lo que el derecho requiere; no obstante, Moreso termina por aceptar una especie de argumentación moral, lo que, desde la óptica objetivista, a Prieto Sanchís le resulta algo decepcionante.
De otro lado, en consideración del autor, esa teoría hibrida sugiere que un significado objetivo y verdadero no sólo es aquel que deviene de la mejor teoría o de elementos semánticos, sino que necesita algún elemento que sugiera o represente las descripciones que los hablantes asocian al término o elemento pragmático. Así se une la teoría causal del significado con las descripciones que los legisladores asociaban al término, es decir, combina la interpretación literal con la intencionalista.
Pero ahora el problema es cuándo recurrir a la teoría causal y cuándo abandonarla y recurrir a las descripciones que asociaban las autoridades con determinadas expresiones. Según Prieto Sanchís, de acuerdo a lo postulado por Dworkin, hay que distinguir si el legislador usó expresiones concretas y fechadas o si –por el contrario– lo que hicieron fue proscribir un principio abstracto. De tratarse de expresiones concretas, la interpretación debe hacerse de ese modo, pero si ocurre lo segundo, entonces se recurre a un juicio moral intentando indagar en la mejor teoría. Sin embargo, para nuestro autor sí existen dos lenguajes de los que es posible deducir un concepto, tal como lo admite la teoría híbrida, se debe optar siempre por el más restringido o limitado, es decir por el experto y no el ordinario –presumiblemente usado por el legislador–, pues si se atiende a las descripciones que los legisladores otorgan a determinados conceptos sería caótico.
Una segunda critica se enfoca en plantear los interrogantes sobre qué pasaría si el leguaje usado por los legisladores es el mismo lenguaje científico y sobre cuántas intenciones legislativas existen. Pues el legislador es un sujeto colectivo que no es portador de genuinas intenciones o intenciones homogéneas. Pero además de ello, Prieto Sanchís no comparte la afirmación de que las descripciones llamadas a imperar sean las del legislador y no las del intérprete, pues la intención del legislador siempre responde a un determinado momento de la historia, no siempre acorde con la realidad social o con los conceptos lingüísticos vigentes en la comunidad. Sacrificar el sentido común de las palabras (el sentido que tienen para los destinatarios de hoy) en aras del sentido que presuntamente quiso darle el autor, equivale al sacrificio de la seguridad jurídica en el altar de la autoridad.
En cuanto a la tesis de la mejor teoría, para Prieto Sanchís Dworkin sostiene que ésta no es la concepción del intérprete o del legislador, sino las concepciones reales y verdaderas, como un género natural que implica la existencia de una esencia. Identidad que resulta desconocida para nosotros o que se descubre mediante investigación científica empírica, es decir, son verdades necesarias a posteriori. En este punto, Prieto Sanchís se pregunta si existen dichas verdades en el mundo de la moral. Y si la moral es una realidad externa a nosotros mismos, por lo que plantea dos observaciones para concluir que la moral no es una ciencia. Sostiene en primer lugar, que la moral en tanto obra humana, no puede ser previa al surgimiento de nuestra especie ni desarrollarse al margen de la misma, por tanto, no puede considerarse como género natural independiente a los intereses humanos. Ahora sólo desvinculando la moral de las personas y situándola en un fundamento teleológico sería posible admitir su rasgo natural, pero eso no está acorde con el constructivismo ético. La moral es una creación humana, tal como lo es el derecho. En segundo lugar, dice que aceptar que existe una esencia de los conceptos morales, equivale a suponer que hay unos sujetos habilitados y procedimientos cognoscitivos especiales para acceder a ellos, lo cual se opone a la visión secular de la moral en la que todos somos participes.
Para finalizar, respecto de la teoría de los derechos fundamentales, Prieto Sanchís considera que el esencialismo moral habla a favor de la teoría interna y no de la externa, de la que Moreso se ha visto partidario, pues si bien la teoría externa admite la existencia de presuntos rasgos esenciales, el concepto de derrotabilidad supone que esa esencia en algún momento deberá ceder frente a otra u otras esencias más fuertes circunstancialmente, lo cual termina por negar el esencialismo. Por otro lado, aunque el autor se muestra claramente defensor de la teoría externa, afirma que el esencialismo podría ayudar a mitigar los efectos consecuencialistas o antigarantistas de la teoría externa, sugiriendo algo así como que la ponderación solo puede operar respecto de las propiedades accidentales, pero nunca respecto de la esencia, creando contenidos innegociables, claro que para ese fin sería preciso aceptar el esencialismo moral y la relevancia de la cláusula de contenido esencial, cosas que desde el punto de vista de Prieto Sanchís son ampliamente discutibles.
VI. Supremacía y rigidez
En el quinto capítulo, se diferencia entre los conceptos de supremacía y rigidez, sosteniendo que no siempre la última es condición sine qua non de la primera. Así, la Constitución puede ser suprema aunque se muestre flexible en cuanto a su reforma. En este capítulo se rebaten las críticas de Juan Carlos Bayón Mohíno y la tesis defendida por Ferrajoli, según la cual el modelo kelseniano de control de constitucionalidad es claramente superior al norteamericano, optando por el sistema de jurisdicción difusa frente al concentrado por resultar más cercano a los ciudadanos y deferente con el legislador, ya que en este caso, la ley no es expulsada del sistema jurídico, sino considerada no apta para regular determinado caso, siendo posible que en otros la misma norma resulte constitucional.
Para Prieto Sanchís la idea de considerar la rigidez constitucional como rasgo estructural de la Constitución y, por ende, afirmar que una Constitución no rígida no es una Constitución sino una norma ordinaria, resulta gravemente errónea. Se sabe que una Constitución es rígida cuando ha de ser reformada por un sujeto distinto al que produce las leyes o mediante mayoría cualificada y es flexible cuando la misma mayoría que aprueba las leyes aprueba la reforma; no obstante, según Prieto Sanchís, nada de eso afecta su supremacía, la cual se mantiene con independencia del procedimiento de reforma, siempre y cuando ese acto sea expreso, en otras palabras, siempre que de manera clara se especifique que por medio de ese proceso se está modificando el texto constitucional. La premisa sería: una Constitución flexible sigue siendo norma suprema que debe ser respetada, en tanto la supremacía no es un mero postulado normativo o intrasistemático, sino que requiere el respaldo de una práctica social e institucional de reforma y garantía que permita constatar que las normas de reforma o aquellas contradictorias resultan inválidas en razón de su inferioridad jerárquica (p. 161).
Sobre este último aspecto, Prieto Sanchís considera que un síntoma de las relaciones de jerarquía que viene a conformar otra práctica social que fundamenta la supremacía, es la garantía judicial, que no es otra cosa que aquellos procedimientos previstos en la Constitución para la tutela judicial de sus normas, para anular o desaplicar normas inferiores que resulten contrarias. Pues bien, podrán existir constituciones sin un sistema de garantías, pero siempre un criterio de fiscalización judicial será el único que al parecer funciona como indicio seguro de la existencia de una relación de superioridad jerárquica.
Ahora, entre los modelos de justicia constitucional, el modelo de jurisdicción concentrada y el de jurisdicción difusa, Prieto Sanchís prefiere éste último, en tanto además de proteger en forma efectiva los derechos fundamentales, resulta más respetuoso con la ley. Concurren varias razones, en primer lugar, ha de reconocerse que el control abstracto de las normas constitucionales es un asunto político, en tanto son los sujetos políticos quienes ponen en marcha el procedimiento parlamentario. Sin embargo, lo decisivo es que una Constitución rematerializada sólo puede ser hecha valer a través de los procedimientos ordinarios para la defensa de los derechos y son los jueces quienes en forma necesaria han de tomarla en consideración en todos los procesos. En otras palabras, el sistema de control difuso, se encuentra más acorde al constitucionalismo viviente de estos días. La separación entre la jurisdicción constitucional y la ordinaria es un diseño que deviene en ilusorio, pues los problemas que conoce la justicia ordinaria son a la vez problemas constitucionales. Pero además de lo anterior, para Prieto Sanchís la posibilidad de que el juez aplique directamente la Constitución cuando venga al caso y, a la vez, desaplique la ley cuando resulte contrastante, es garantía de que el juez actúa como juez y nunca como legislador, contrario a lo que ocurre en el modelo concentrado donde un órgano especial se pronuncia sobre la constitucionalidad de las leyes en modo abstracto. De modo que el principio democrático no se ve afectado por el modelo difuso.
En resumen, Si bien las instituciones de garantía y reforma no son suficientes para predicar la supremacía constitucional, desde el punto de vista jurídico sí son las señales más claras de ella. Se acepta una Constitución más flexible pero mejor garantizada. No es necesario un modelo rígido de reforma, pues al fin y al cabo lo importante es que tal reforma se realice de manera consciente, expresa y formal. Pero es imperioso un control de fiscalización que convierta en existente a la Constitución.
VII. Consecuencias de la irrupción de principios
y valores en el ordenamiento jurídico
Hasta este capítulo, Prieto Sanchís aborda el contexto teórico y filosófico que ha surgido con el neoconstitucionalismo. En adelante, los siguientes cinco capítulos, están dedicados a una visión más práctica de las consecuencias que ha traído consigo esa irrupción de principios y valores en el ordenamiento jurídico. En el capítulo sexto, se habla del papel del constitucionalismo en el proceso de codificación de estos días; en el séptimo analiza la inclusión de declaraciones de derechos dentro de los Estatutos de Autonomía de España; en el octavo se expone el constitucionalismo en el orden internacional, en especifico frente a la globalización y la multiculturalidad; finalmente, en los dos últimos capítulos se relevan algunos problemas de los principios de laicidad, libertad y objeción de conciencia en el marco de la Constitución española.
VIII. Papel del constitucionalismo
en el proceso de codificación
Prieto Sanchís afirma que la política y la técnica legislativa, vista tanto desde su concepto formal como desde el histórico, viene siendo desvirtuada por la práctica infundada de reforma y adición de leyes. La inflación legislativa, la fugacidad, la provisionalidad, la heterogeneidad y todos esos fenómenos de deterioro comportan una contradicción a los valores de la codificación: leyes únicas y sencillas, coherentes y claras, pero además se contraponen a ese espíritu codificador racional que en el pasado buscaba un orden atemporal y universal, la legislación no responde ya a un objetivo racional e ilustrado, sino a un impulso momentáneo teñido de fines políticos e intereses particulares. Aun así, se pregunta nuestro autor, ¿cabe vislumbrar algún futuro para los ideales de la codificación y la racionalidad legislativa? Prieto Sanchís cree que si. Cree que el propio constitucionalismo puede ser el punto de partida para la recuperación de esa racionalidad, pues el nuevo modelo reclama el desarrollo de una depurada argumentación jurídica que de algún modo compense el déficit de legitimación democrática del juez, esta es la razón, según el autor, para que la argumentación haya experimentado una extraordinaria revitalización. Así que es de esperar que el mismo constitucionalismo de nuestros días sea el estímulo hacia la ciencia de la legislación para crear leyes racionales.
Pese a lo afirmado, Prieto Sanchís aclara que, si bien esa nueva ciencia de la legislación es la solución para dotar de racionalidad al sistema jurídico existente, es claro que no puede pretender reproducir las virtudes de la ciencia legislativa de la Ilustración. La teoría de la argumentación sólo postula una legislación racional pero no la garantiza, pues no parece pensada para gobernar los procesos legislativos sino la aplicación de principios y derechos fundamentales, es decir, la argumentación jurídica racional no culmina en la ley, sino en la interpretación.
Por su parte la teoría de la democracia deliberativa concibe a la democracia como una fuente conjunta de derecho y moralidad, la democracia se constituye en una fábrica de leyes justas y racionales en tanto que el procedimiento de formación institucionaliza en el discurso moral. La racionalidad de la ley no viene dada por el ajuste de ésta a un parámetro externo, como pudo ser al que respondió históricamente la codificación, sino que la racionalidad deviene como cualidad inmanente derivada de las condiciones de producción. La racionalidad de la codificación presentaba un carácter estático, no sólo por ser una deducción de ciertos principios sustantivos de la moralidad, sino también porque su objetivo es el de incorporar una normatividad rígida, universal y perdurable. Mientras tanto, la racionalidad democrática presenta un carácter dinámico porque obtiene su validez del acto mismo de su producción y porque encarna una decisión temporal, tanto como la voluntad que está detrás de ella, sea democrática o no.
En síntesis, aunque tanto la teoría de la argumentación como la democracia deliberativa sean objeto de grandes críticas, demuestran que la racionalización del derecho no es un tema olvidado. La legislación aún puede intentar aproximarse a la técnica codificadora, pero parece imposible que recupere los valores de la política codificadora porque el tipo de legitimidad que reclama se asocia a una racionalidad muy diferente de la objetivista y deductiva que alentó a la primera codificación.
IX. Inclusión de declaraciones de derechos dentro de los Estatutos de Autonomía de España
En el siguiente ensayo, Prieto Sanchís critica la nueva práctica de incluir solemnes declaraciones de derechos dentro de los textos que comportan los Estatutos de Autonomía en España2; una inclusión que para Prieto Sanchís aunque la mayoría de las veces resulte una reproducción de la primera parte de los textos constitucionales, es muy discutible. Según el autor, la regulación de estos derechos por parte de los estatutos comporta un grave atentado contra la igualdad, pues anuncian desarrollos diferenciados, aunque es este mismo argumento el que explica la vocación iusfundamental de los nuevos estatutos. En efecto, la inclusión de derechos y su consecuente diferenciación son el fundamento de permite la identificación de los ciudadanos con esa determinada organización política autónoma y diferenciada. En palabras de nuestro autor:
es la función emotiva y simbólica que se advierte tras esa emoción constituyente, más que el designio de proveer a los individuos de un catálogo efectivo y eficaz de derechos específicos, la que impulsa el solemne reconocimiento estatutario de un puñado de derechos (p. 204).
Entre las críticas que alza Prieto Sanchís contra esa nueva ola de estatutos –pasando por la igualdad, la falta de atribución constitucional respecto de las comunidades–, se señala como la más importante la reserva de Constitución que se traduce en la falta de idoneidad de los estatutos para regular derechos fundamentales, en tanto ello implica cercenar la libertad política del futuro legislador al imponer derechos vinculantes para todos los poderes públicos.
La visión de la jurisprudencia por su parte, parece estar de acuerdo con la pretensión iusfundamental de los estatutos. Sin embargo, a juicio de Prieto Sanchís, esa visión ofrece una posición sumamente devaluadora del alcance efectivo de los derechos estatutarios: por un lado, los tribunales, señalan que la igualdad protegida por el texto constitucional se trata solo de un sustrato de igualdad o de una igualdad sustancial que no impide el desarrollo de una normativa autónoma, es decir, no es que se exija literalmente la igualdad de todos los españoles, lo importante es una igualdad en las condiciones básicas. Por otro lado, se encargan de establecer el contenido posible de la norma estatutaria, instituyendo que las normas estatutarias pueden incorporar contenido que aunque no se encuentre señalado en la Constitución de manera expresa, es complemento adecuado por su conexión, lo que según Prieto Sanchís no hace otra cosa que flexibilizar su contenido y concebir al estatuto como norma suprema o sujeto de autonomía política.
Ahora bien, según lo distinguido por la jurisprudencia, los estatutos pueden establecer verdaderos derechos subjetivos, respecto de aquellos derechos que se conectan de modo directo con el contenido constitucionalmente atribuido a ellos. No obstante, no podrán hacer lo mismo cuando se trate de derechos que representen meras atribuciones competenciales, pues en este caso los derechos estatutarios tendrán la consideración de mandatos o directrices hasta tanto el legislador no efectúe su desarrollo, aunque el tribunal no termina por definir qué debe entenderse por mandato o directriz. Para Prieto Sanchís el tribunal juega doble, si bien permite que los estatutos consagren derechos, no les asigna un mismo significado que el usual, porque en realidad considera que no deben incluirse en los estatutos y, en lugar de declarar su inconstitucionalidad, opta por mantenerlos pero desnaturalizándolos. Así los derechos estatutarios quedan relegados a simples mandatos o directrices para que el legislador dé vida a derechos. En suma, y reconociendo que el impulso por introducir derechos fundamentales dentro de los estatutos responde a una práctica legislativa clara e indeterminada, la vocación iusfundamental de los nuevos estatutos resulta más simbólica que una atribución de derechos efectivamente garantizados.
X. El constitucionalismo en
el marco de la globalización
En el capitulo octavo, Prieto Sanchís arguye que el constitucionalismo no termina en el reconocimiento y garantía de ciertos derechos fundamentales, sino que exige un desarrollo a escala mundial, en especial por el marco de la globalización, porque aparte de otras posiciones, la globalización constituye un llamado a tomarse en serio la postulada universalidad de los derechos humanos. Desafío que viene acompañado por el creciente pluralismo o multiculturalidad de las sociedades occidentales.
Prieto Sanchís parte de la idea de que tanto la Constitución como sus derechos no son descriptivos de ninguna realidad existente, sino que encarnan un simple deber ser que está llamado a la defensa del individuo con base en el reconocimiento de su dignidad y autonomía como valores primarios, es decir, el hombre como titular de ciertos derechos naturales, con independencia de cualquier identidad cultural. Esa defensa o limitación del poder propia del constitucionalismo tiende a contrastarse de manera creciente en la esfera internacional, en donde la idea de soberanía como poder absoluto aún se mantiene incólume y donde la fuerza sigue siendo un argumento fundamental; la sociedad internacional ha carecido de órganos de producción de normas y de aplicación de las mismas, imponiendo la fuerza como garantía de su soberanía. Aún pese a los esfuerzos existentes, la existencia de un derecho cosmopolita y una justicia universal sigue siendo una utopía. El objetivo del capítulo es saber en qué sentido la globalización se encamina a la consecución de un constitucionalismo mundial, es decir, a la efectiva limitación del poder en favor de los derechos de los individuos. Se revisan tres acepciones o ámbitos de relevancia de la globalización: la globalización informativa o comunicativa, de la que, por lo que aquí interesa, cabe anotar que coadyuva a la universalización de los derechos en tanto facilita el conocimiento y la comunicación entre individuos; la globalización económica que, para el autor, mas bien reduce la fuerza de los derechos en beneficio del poder, ya que las grandes compañías transnacionales con frecuencia tiene intereses públicos, acumulan mucho más poder que los mismos Estados, generando la sumisión de éstos frente a aquéllas, lo que a su vez supone la desregulación, el repliegue de las garantías y los controles ante las inexorables leyes del mercado: desaparición de medidas de protección del trabajador, paraísos fiscales, desprotección del medio ambiente, sobre explotación de recursos naturales, etc. Por último, la globalización humana entendida como la migración de individuos de un país a otro, a menudo por causa del desamparo de sus derechos derivado bien sea del aplastante alcance de las grandes compañías o de la corrupción de sus gobernantes, lo que revela el sacrificio de derechos ante la ley del más fuerte.
De manera que el autor termina por concluir que la globalización o los fenómenos adscritos a ella, se encamina más bien en un sentido antigarantista: mayor desamparo y menos derechos. Sin embargo, se cuestiona sobre la posibilidad de pensar en un constitucionalismo global y afirma que, aunque la realidad insista en una respuesta negativa, lo que hace falta es la creación de un órgano que desempeñe funciones jurisdiccionales a escala mundial que se encargue de garantizar la vigencia de los derechos. El problema es que los efectos de la globalización en la esfera interna, reclaman una rehabilitación del Estado, de la democracia, de ley y de los derechos frente a los poderes transnacionales, lo que obviamente no significa un llamado a alimentar un Estado absoluto sino más bien de recuperar competencias de regulación y control para establecer barreras protectoras y garantizar los derechos frente a esos poderes.
Pero además de ello, el desafío de la globalización frente al constitucionalismo, que para Prieto Sanchís resulta más relevante, es el de la universalidad de los derechos, apelando no a una moral universal, sino a una igualdad jurídica, pues conforme a la óptica universalista del constitucionalismo liberal, los derechos se adscriben a todos en cuanto que personas, negando los derechos culturales por innecesarios y discriminatorios. Empero, este desafío supone –por supuesto– superar las dificultades de un fenómeno al que nuestro autor denomina multiculturalidad3, esto es, la inmigración masiva y la llegada de identidades ajenas a la tradición Occidental y en contraste con ella, supone no un conflicto entre derechos, sino entre culturas. Prieto Sanchís señala dos alternativas para superar estos enfrentamientos: la aculturación, según la cual el cambio de frontera implica un abandono de su propia identidad y la asunción de otra; y la yuxtaposición, donde cada individuo se gobierna por su propia ley. Pero una y otra no ofrecen una respuesta acorde al constitucionalismo y a ese anhelado ideal de universalidad, pues lo que hacen precisamente es marcar diferencias. Para Prieto Sanchís una respuesta acorde al constitucionalismo es una política de reconocimiento de las diferencias y de las plurales identidades, mediante la extensión de unos derechos comunes a todos que impliquen la exigencia de respeto a las cosmovisiones particulares donde su único límite es la protección universal de los derechos fundamentales adscritos a todos y a cada uno de los individuos. Esta respuesta mantiene su premisa básica no en el valor absoluto de las culturas, sino de los individuos, de su dignidad y autonomía, un universalismo de las personas.
XI. Principios de laicidad, libertad y objeción de conciencia en el marco de la Constitución española
Como se advirtió, para finalizar, Prieto Sanchís se refiere a algunos problemas de los principios de laicidad, libertad y objeción de conciencia en el marco de la Constitución española.
La laicidad, en el sentido amplio, puede ser concebida como la separación entre la organización estatal y la eclesiástica. No obstante, la concepción que se prefiere hoy en día tiene un sentido más restringido, como contrapunto del modelo de Estado confesional, es la afirmación de la plena secularización y el respeto por la libertad e igualdad religiosa. Es decir, los valores o finalidades de las confesiones religiosas no constituyen parámetros de validez en la producción de ninguna clase de normas o decisiones.
Ahora, dado que la laicidad supone un abandono absoluto de cualquier valor identitario proveniente de la iglesia, puede acontecer, lo que Prieto Sanchís denomina una tentación de llenar el “vacío de espiritualidad” con una nueva religión civil, única o republicana. Por ello la laicidad suele en ocasiones ser interpretada de este modo, como una construcción de un sistema de valores, una cohesión ideológica que supera todo particularismo. Prieto Sanchís considera que la mejor forma de interpretar la laicidad es viéndola desde una óptica más liberal, como un escenario donde todas las creencias puedan desarrollarse en un marco de libertad e igualdad, y donde el Estado no hace suya ninguna de ellas, pero tampoco genera una ética en particular. El Estado laico debe postular la neutralidad de las instituciones como la igualdad de trato de las personas o grupos. A partir de esto, la neutralidad vista de esta forma contrasta con las llamadas técnicas prestacionales propias del Estado social y el llamado principio de cooperación que le sirve de fundamento. Estos principios han favorecido la existencia de una discriminación positiva que implica un trato de favor respecto de las confesiones que representan las mayorías, de modo que la neutralidad se ve desdibujada si el riesgo de colaborar injustificadamente más a unos que a otros, se consuma. Pero la cuestión es determinar qué colaboración resulta injustificada, lo que no parece más que apuntar a irremediables juicios de valor.
Prieto Sanchís enuncia tres problemas principales de la laicidad en el marco de la Constitución española, se pregunta 1. Si existe alguna suerte de religión civil o ética pública alternativa y privilegiada frente a las demás; 2. Si los residuos de la confesión católica pueden considerarse lesiones de la neutralidad; y por último 3. Si en el plano colectivo el principio de igualdad opera con fuerza y eficacia. Para vislumbrar el primer problema planteado, sobre la existencia de una religión civil o ética pública privilegiada, lo primero que advierte Prieto Sanchís es que desde una perspectiva liberal, la exclusión de un ideario se patenta como un postulado fundamental, en tanto la única justificación de existencia del Estado son los derechos fundamentales, ellos son su única fuente de legitimidad. El Estado no existe sino al servicio de ellos. Pero que esto sea claro, no quiere decir que no sea objeto de controversia en la realidad. Para comprobarlo se trae a colación el ejemplo de lo que sucede en el ámbito escolar, donde si bien aún no se observa una escuela con un ideario concreto, sí se han registrado rupturas patentes del principio de neutralidad al incluir dentro de sus cátedras obligatorias algunas disciplinas adoctrinadoras que no tienen como objetivo el conocimiento sino el comportamiento y la virtud. Lo que le llama la atención al autor es la posición que asume el Tribunal Supremo frente al tema, pues este considera plenamente legítimos los propósitos de dichas cátedras. Según el Tribunal la exposición –en términos de adhesión– de valores morales subyacentes a los principios o derechos fundamentales, es plenamente legítima. Entonces, lo que cabe reprochar a la educación no es tanto el título de sus contenidos programáticos –los cuales pueden modificarse–, sino sus propósitos expresos de formación de conciencia moral y de las opciones éticas o políticas individuales; ese empeño por inculcar valores y virtudes que forman parte de sistemas religiosos o de moralidad laica no es más que una enseñanza confesional que claramente va en contra de la neutralidad y la laicidad del Estado.
En el acápite llamado “Ceremonias y símbolos católicos en la esfera pública”, se intenta proporcionar respuesta al segundo problema, referente a la existencia de residuos de la confesión católica que puedan considerarse lesiones de la neutralidad. Es claro que la presencia religiosa en la vida pública y cultural responde a motivos históricos cuando la mayoría de Estados respondían a una confesionalidad católica. No obstante, su conservación hoy en día se encuentra favorecida gracias al principio de cooperación entre Estado e Iglesia, que por demás hoy se entiende bilateral y gratuita o simbólica. Esa cooperación para Prieto Sanchís, desde una perspectiva estricta, se traduce en una violación a la neutralidad, sin embargo la concepción de la neutralidad como un principio y no como una regla, parece admitir el triunfo de otros criterios o razones, entre ellos precisamente el principio de cooperación o el mandato a tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española. De modo que, establecer si la cooperación entre el Estado y la Iglesia o si aquellos símbolos religiosos presentes en la vida pública, constituyen una violación al principio de neutralidad o laicidad del Estado, dependerá de un juicio de proporcionalidad en el que estos últimos pueden ser derrotados o incluso en el que puede alcanzarse algo así como una concordancia práctica, en dónde no se imponen las prácticas o los símbolos religiosos en los actos o la vida pública, pero tampoco se prohíben.
Según la jurisprudencia concordante, la participación de las instituciones públicas en ceremonias religiosas, por ejemplo, no vulnera ningún principio de la Constitución, es decir, se trata de un comportamiento legítimo, tanto como lo es la abstención por parte de los funcionarios en participar de esas celebraciones, pues ésta queda amparada dentro del ámbito de la libertad religiosa. El autor concuerda en forma parcial con lo dicho por el tribunal, por un lado está de acuerdo que la objeción de conciencia a todas luces resulta legítima y que nadie podrá ser obligado a asistir a una práctica religiosa. Pero de otro, sostiene que estos tipos de actos implican una identificación entre religión y política que lesiona de modo irremediable el principio de neutralidad.
Pero entonces, ¿se justifica la lesión del principio de laicidad al sostener la existencia de esas prácticas o símbolos confesionales? Pues bien, según la jurisprudencia, al parecer la respuesta dependería de si esos símbolos o prácticas constituyen o no una tradición cultural. Conforme a Prieto Sanchís, esta excepción a la laicidad basada en el principio a la preservación del patrimonio cultural no hace otra cosa que desconstitucionalizar al principio. Esto es, las autoridades no están obligadas a suprimir los símbolos o prácticas confesionales, pero tampoco están obligadas a mantenerlos.
Hacia al tercer problema planteado, Prieto Sanchís analiza la igualdad de trato y su inevitable tensión con el principio de cooperación, entre las confesiones existentes en el sistema español. Prieto Sanchís inclina la cuestión a distinguir de un lado, si el mandato de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española, supone un trato discriminatorio para las posiciones agnósticas o ateas, más ampliamente, para aquellas concepciones sobre el bien y la virtud que no tienen carácter religioso; y, de otro lado, si la mención explícita de la Iglesia católica como sujeto de la cooperación, representa una vulneración de la igualdad frente a los individuos y grupos religiosos no católicos.
En cuanto al primer argumento, Prieto Sanchís sostiene que el desarrollo del mandato de tener en cuenta, aunque muestre que la discriminación negativa de las minorías ha desaparecido, gracias a la mutación en el tratamiento de la libertad de conciencia, no implica la existencia de una plena equiparación porque ha sido sustituida por una acción positiva en favor de las mayorías. En suma, se acude a lo que se conoce como laicidad positiva, termino acuñado por el Tribunal Constitucional desde la Sentencia 46/20014, que no apunta a nada más que a un trato de favor con determinadas confesiones bajo la supuesta promoción del ejercicio de las libertades.
Respecto de la segunda cuestión, es preciso mencionar que la mención explícita de la Iglesia católica ha intentado ser atenuada a través de la tesis del “paradigma extensivo”, así dicha mención se explicaría por motivos históricos y sociológicos pero sería sólo una especie de ejemplo extensivo a todas las demás confesiones. En consecuencia habría una atención cualitativamente igual en función de las necesidades de cada grupo. Sin embargo el principio de cooperación no genera ningún derecho u obligación constitucional y la idea del paradigma extensivo sólo puede fundamentar pretensiones prestacionales en tanto se acepte la discutida figura de la inconstitucionalidad por omisión. Y si se sostiene que esa inconstitucionalidad sólo existe cuando la Constitución le impone al legislador la necesidad de dictar normas de desarrollo y el legislador no lo hace, resulta difícil que prospere una reclamación orientada a extender la política cooperadora hacia otras confesiones. Y de ser así, la cooperación sería algo que no depende de la Constitución, sino del legislador o incluso del Gobierno. Así que el principio de igualdad se encuentra limitado frente a una cuestión más política que de justicia. Para Prieto Sanchís el tema es equiparable a lo que plantean las exigencias de igualdad sustancial o los principios rectores que dan lugar a derechos prestacionales. Desde la Constitución puede que resulte difícil derivar u obtener una pretensión subjetiva, pero si en la práctica ésta ya fue reconocida para personas que se encuentran en la misma o semejante situación, la pretensión se hace viable, se refiere a las sentencias aditivas, así una eventual acción positiva del Estado para con una determinada confesión, pueda ser objeto de extensión mediante una de las técnicas aditivas.
XII. El derecho fundamental
a la objeción de conciencia
En cuanto al derecho fundamental a la objeción de conciencia, Prieto Sanchís intenta dilucidar si éste ofrece, por sí solo, algún genero de cobertura constitucional a las objeciones de conciencia que no se hallan expresamente reguladas por el legislador o si, por el contrario, la efectividad de este derecho está condicionada al reconocimiento legislativo expreso. Prieto Sanchís define la libertad de conciencia como aquel derecho a profesar las creencias que cada uno tenga por convenientes y a comportarse externamente de acuerdo con las mismas. Por su parte, al conflicto entre el derecho a la libertad de conciencia y su o sus límites, lo denomina objeción de conciencia.
La objeción de conciencia como modalidad de desobediencia directa al derecho, constituye el incumplimiento de un deber jurídico por razones morales o de conciencia, esto es, el sujeto rechaza el cumplimiento de una obligación en tanto la reprocha por inmoral. Así pues, la objeción de conciencia siempre implica un conflicto entre los motivos de conciencia que razonan el rechazo y los valores protegidos por la norma incumplida. Llevado al plano jurídico, la objeción de conciencia tiene que ver con la exoneración de deberes, ya sea permitiendo eludir su cumplimiento o eximiendo de la sanción correspondiente por la infracción. Pero para que esas consecuencias resulten viables es necesario que exista una norma que así lo prevea, una norma que autorice el incumplimiento del deber jurídico mandado. Por consiguiente el problema aquí se resuelve en la búsqueda o la existencia de una norma que ofrece cubertura al incumplimiento de un deber jurídico.
Para Prieto Sanchís, si bien la Constitución española sólo reconoce explícitamente la objeción al servicio militar, la realidad indica que pueden existir tantas objeciones como creencias, por ejemplo, la objeción a la práctica del aborto, a la prestación de juramento, a trabajar en días considerados festivos por la respectiva religión, etc., mismas que son reales y que son objeto de pronunciamiento judicial, aunque no se encuentren reguladas.
Según el autor, la respuesta se encuentra en la concepción que se tenga de los derechos fundamentales, en especial, la concepción del derecho a la libertad de conciencia. Como se dijo, el derecho a la libertad de conciencia es el derecho de cada quien a comportarse de acuerdo a sus creencias, siendo amplísima la variedad de conductas que los hombres pueden considerar como exigencias morales o justas. Es precisamente ese el sentido del derecho a la libertad de conciencia y por ello, es la propia norma constitucional la que ofrece protección a cualquier modalidad de objeción. De ahí que el juez ante una objeción, no se encargue de sancionar sin más reparos, sino que se ve obligado a plantear la colisión entre dos bienes jurídicos tutelados: la libertad de conciencia y los valores o derechos de la norma incumplida. En consecuencia, la objeción de conciencia nos remite a un problema de límites en el ejercicio de los derechos fundamentales.
Plantea el autor si se debe suponer que cualquier conducta, por el sólo hecho de que sea considerada moralmente correcta, es sin más una conducta lícita y amparada por la libertad de conciencia. Una vez más, para intentar responder, se recurre a la premisa de la abundancia de creencias que pueden hacer suyas los individuos. Por esto, en lugar de preguntarse qué podemos hacer al amparo de la libertad de conciencia, es mejor preguntarse qué no podemos hacer. En efecto, es en circunstancias de conflicto donde el derecho cobra toda su virtualidad. Si bien la misma Constitución española tiende a aclarar el panorama al establecer que la libertad religiosa, ideológica y de culto se reconocen sin más limitación que la necesaria para el mantenimiento del orden público, nos ofrece una respuesta no del todo concluyente, por tres motivos: primero, por las dificultades que implica definir qué se entiende por orden público y qué conductas resultan lesivas al mismo; segundo, porque en realidad el orden público no representa el único límite; y tercero, porque la libertad de conciencia también representa un límite diferente al orden público y, por ende, resulta compatible que una conducta implique el ejercicio del derecho de libertad de conciencia y, al mismo tiempo, una vulneración del orden público.
Por su parte, el Tribunal Constitucional ha determinado que no existen derechos ilimitados, sino que todos y cada uno de ellos se encuentran limitados por la necesidad de salvaguardar otros derechos o bienes constitucionalmente protegidos. En consecuencia, la concepción amplia de libertad de conciencia ha de conciliarse con una concepción amplia de su posible limitación. Cabe entonces hablar de derechos (y límites) prima facie y derechos (y límites) definitivos, lo que conduce como única vía a la ponderación. La objeción entendida como principio prima facie, indica que no toda conducta acorde a convicciones morales se entiende amparada por el derecho, no obstante, la cuestión sí se ve como un conflicto entre la libertad de conciencia y los valores que promociona la norma. Es decir, no existe un derecho general a objetar, pero sí existe un derecho a la argumentación, un derecho a que la conducta sea objeto de un juicio de valor.
En consecuencia, el derecho general a la objeción de conciencia solo es un derecho prima facie, que equivale a un reconocimiento provisional que puede ser destruido, pero sólo cuando la conducta en cuestión lesione derechos de terceros. La objeción triunfará cuando no sea posible acreditar que la norma limitadora de la libertad constituye una medida idónea, necesaria y proporcional para satisfacer otro derecho o bien jurídico constitucionalmente relevante: la carga de la argumentación recae sobre el límite antes que sobre el derecho (p. 301).
Esa idea de que han de ser las interferencias o los límites y no los derechos los que deban soportar la carga de la argumentación, lo que a su vez concierta con el reconocimiento de los derechos inalienables del hombre, para Prieto Sanchís equivale a una de más importantes consecuencias del constitucionalismo de los derechos.
XIII. Algunas reflexiones
Prieto Sanchís afirma que el neoconstitucionalismo al parecer tiene respuesta para todo. Una Constitución densamente rematerializada propicia un escenario en el que no cabe distinguir entre derecho constitucional y derecho ordinario, porque todo problema está o puede ser constitucionalizado: los derechos todo lo mandan. A nuestro juicio, esta no sólo es una de las principales consecuencias del neoconstitucionalismo como la asevera Prieto Sanchís, sino que creemos que todas las demás –la no separación entre derecho y moral, el activismo judicial, etc.– encuentran su punto de llegada en ella.
¿Pero acaso esto significa que cualquier conducta puede ser amparada en el derecho constitucional, aun cuando no se encuentre expresamente tipificada como tal? Al parecer, para Prieto Sanchís eso depende del alcance que se le otorgue a los derechos, es decir, según sean interpretados como reglas o como principios, y de la aceptación o no de un derecho general de la libertad. En el capítulo de libertad de conciencia, Prieto Sanchís sostenía que si bien la objeción de conciencia sólo se encuentra reconocida frente al servicio militar, la jurisprudencia ha reconocido una objeción de conciencia implícita y de carácter general, así, la objeción de conciencia forma parte del contenido esencial del derecho a la libertad ideológica o de religión que en suma se resumen en el título de libertad de conciencia, la cual supone el derecho no sólo a formar sus propias convicciones, sino a obrar de acuerdo a ellas. En este caso, la libertad de conciencia es interpretada como principio, por tanto se reconoce la legitimidad de un modo de objeción no contemplado ni en la Constitución ni en la ley, y cuya única cobertura era la genérica libertad de conciencia. De tomarse a este derecho como regla, según Prieto Sanchís, la posibilidad de un derecho general a objetar queda excluida.
Cabe desde ya advertir que a nuestro juicio la actividad interpretativa es siempre una actividad volitiva y no cognoscitiva, por tanto la discrecionalidad es un efecto ineludible, con independencia del método de interpretación, llámese ponderación o subsunción. En “Comanducci sobre neoconstitucionalismo”5 de Josep Joan Moreso, al respecto de la crítica de Paolo Comanducci al neoconstitucionalismo como ideología, sobre la disminución del grado de certeza del derecho derivada de la técnica de “ponderación” de los principios constitucionales y de la interpretación “moral” de la Constitución, sostiene que parte de las razones de conferir valor a la certeza del derecho se hallan vinculadas con el valor que otorgamos a la autonomía personal, en tanto una de las dimensiones de la autonomía reside en la capacidad de elegir y ejecutar los planes de vida de uno mismo, lo cual sólo es posible en el plano de leyes claras, precisas y cognoscibles que permiten a las personas trazar sus planes de vida con garantías. Sin embargo más adelante Moreso, sostiene que la autonomía personal exige también dejar abierta la posibilidad de que los destinatarios de las normas argumenten a favor de la justificación de su conducta, cuando prima facie las vulneran. Así, según Moreso aunque sea verdad que la toma de decisiones en virtud de principios aumenta la discrecionalidad, debe apreciarse cuál es la otra alternativa, que en opinión de Moreso es menos discrecionalidad judicial, pero decisiones más injustas en el sentido de que violan en mayor medida la autonomía personal, por ejemplo: un derecho penal sin causas de justificación sería mucho más cierto, pero también mucho más injusto, vulneraría en mayor medida la autonomía personal; de igual manera, es más justo un sistema constitucional de derechos que permita que la libertad de prensa ceda, algunas veces, frente al derecho a la intimidad, que uno más cierto, donde la libertad de prensa nunca sea derrotada.
Creemos estar de acuerdo con la primera afirmación de Moreso en cuanto a la importancia de la certeza del derecho, pero su afirmación última no es para nada cierta, en tanto no es cierto que el no admitir la ponderación equivale a la afirmación de que la libertad de prensa, o cualquier otro derecho, nunca sea derrotado, simplemente puede que la libertad de prensa no sea llamada a regular el caso en concreto. La misma reflexión se sugiere para la concepción de Prieto Sanchís en cuanto a que si la libertad de conciencia es tomada como regla, la posibilidad de un derecho general a objetar queda excluida. La cuestión es de interpretación –sobre el contenido de ese principio–, sin aceptar que éste necesariamente se encuentre en conflicto con otro y que la ponderación sea el método idóneo para resolver el supuesto conflicto; aspecto en el que diferimos del criterio de Prieto Sanchís, quien afirma: “En suma, no hay indubitado contenido ‘verdadero’ del derecho ex ante, sino un contenido ex post, que se obtiene después y no antes de ponderar” (p. 96). Intentaremos explicarnos.
Como bien concuerda Prieto Sanchís en su capítulo cuarto, el hecho de que existen términos morales incorporados en la Constitución, es una realidad innegable que nadie discute, ni siquiera los positivistas. Pero entonces la pregunta que queda es: ¿qué dice o afirma a qué remiten esos términos morales? No resulta obvio cuál es el significado que debe atribuirse a los términos morales incorporados: bien podría tratarse de un término moral en un sentido específicamente jurídico, es decir, dotado de un significado jurídico propio; bien podría ser un término que remite a la moral social –incluyendo en este punto el debate de cuál es la moral social a la que debe apelarse, si a la vigente en el momento de expedición o a la vigente en el momento de aplicación– o bien podría hacer alusión a una moral crítica.
Para responder nos parece interesante traer a colación la postura de Jordi Ferrer Beltrán. Para este catedrático de la Universidad de Girona, el asunto sobre a qué remiten los términos valorativos incorporados en la Constitución no puede ser revelado de una manera genérica, pues es un problema que se reduce a la argumentación. No puede ser una cuestión teórica, sino netamente interpretativa, en tanto no se puede suponer que en todos los casos de inclusión o remisión a términos morales responden a una sola teoría –moral social, moral objetiva o no moral–. En suma, no es posible plantear una teoría que responda en bloque a qué moral remiten todas las incorporaciones valorativas constitucionales. De igual forma, afirma que tampoco existe nada estructural dentro del derecho ni en las constituciones que haga necesario creer que las disposiciones jurídicas constitucionales que establecen derechos fundamentales deban ser interpretadas de modo que expresen principios y no reglas, según el profesor Ferrer Beltrán, esto también es una cuestión argumentativa, que no podría ser contestada desde un punto de vista teórico sino dogmático. En consecuencia para Ferrer Beltrán las teorías sobre la materia están destinadas a la hoguera6.
Siguiendo las afirmaciones de Ferrer Beltrán, si es cierto el carácter interpretativo dogmático –no teórico– de las decisiones respecto a qué remiten las disposiciones que incorporan términos morales, entonces no es cierto, como lo afirman muchos constitucionalistas, que el derecho de los Estados constitucionales es el que exige un cambio de teoría para dar cuenta de esos nuevos sistemas jurídicos7; sino más bien son las nuevas teorías, nuestras propias decisiones, las que nos obligan a ese cambio. Nada impide, y en esto concordamos con Prieto Sanchís –aunque sin aceptar la ponderación– que la teoría de la codificación siga siendo apta para dar cuenta del sistema actual.
Todo se reduce a un problema de argumentación, problema que no tiene diferentes características aunque se modifique su nombre “ponderación”, pues en ésta técnica al fin y al cabo el contenido racional impuesto en el referido “pesaje” de los principios es el contenido que el intérprete le otorgue, tal como se pregunta Francisco Javier Laporta San Miguel ¿es la Constitución la que ordena y mide el peso de los valores o es la ordenación y medida del aplicador la que se impone? La respuesta aquí suele ser que es la Constitución unida a las “circunstancias del caso”8, ciertamente creemos que no es así. No pensamos que sea necesario colocar la cuestión como una relación de costos-beneficios, donde un derecho o principio ceda o se sacrifique frente a otro, esto es, no creemos que la realización de un derecho implique el sacrificio de otro.
Tan solo pensamos que el intérprete usa a su juicio una razón del derecho o principio que argumenta con contundencia cómo opera dicho derecho o principio como razón decisiva. En consecuencia, la razón que se impone explica con claridad que derecho es aquel que está llamado a regular el caso, sin necesidad de sacrificar nada. Claro que ello, sin aceptar que exista un significado “correcto”9 pues ello equivaldría a la admisión de la teoría interna de los derechos o, al menos, la admisión de las visiones eclécticas, donde los derechos contienen un significado definido con claridad, perfectamente cognoscible o un núcleo esencial innegociable. Posturas que la realidad termina por negar, ya que si existiese un contenido definido, cognoscible e innegociable, nadie perdería el tiempo discutiendo estas cuestiones.
Bibliografía
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Ferrer Beltrán, Jordi. “Reflexiones críticas sobre el neoconstitucionalismo”, en el Seminario Jornades sobre Seguretat Jurídica, Cátedra de Cultura Jurídica, Girona, 21 de mayo de 2012, disponible en [https://www.youtube.com/watch?v=8FXxMEUURHo].
Kant, Immanuel. La metafísica de las costumbres, Barcelona, Altaya, 1996.
Laporta San Miguel, Francisco Javier. “Materiales para una reflexión sobre racionalidad y crisis de la ley”, Doxa, n.º 22, 1999, pp. 321 a 330.
Moreso, Josep Joan. “Comanducci sobre neoconstitucionalismo”, disponible en [http://www.upf.edu/filosofiadeldret/_pdf/moreso-comanducci-sobre.pdf].
Nadim de Lazari, Rafael José. “Reflexiones críticas sobre la viabilidad del ‘constitucionalismo del futuro’ en Brasil”, Revista Facultad de Derecho y Ciencias Políticas. vol. 42, n.º 116, enero-junio de 2012, pp. 97 a 115.
Vergara, Leandro. Crítica a la teoría de la ponderación alexiana, Buenos Aires, La Ley, 2013.
* Abogada de la Institución Universitaria cesmag de Pasto (Colombia). Candidata al título de Especialista en Derecho Administrativo de la Universidad de Nariño. Estudiante de los Cursos Intensivos para el Doctorado en Derecho de la Universidad de Buenos Aires, e-mail [karoll.burbano28@gmail.com].
Nuevos Paradigmas de las Ciencias Sociales Latinoamericanas
issn 2346-0377 (en línea) vol. VII, n.º 14, julio-diciembre 2016, Karoll M. Burbano P. pp. 103 a 136
1 Luis Prieto Sanchís. El constitucionalismo de los derechos. Ensayos de filosofía jurídica, Madrid, Trotta, 2013.
2 El Estatuto de autonomía es la norma institucional primaria de una comunidad o ciudad autónoma española, desde la Constitución de 1978, en su artículo 147, que se aprueba mediante una ley orgánica aprobada por el Congreso de los Diputados.
3 Prieto Sanchís prefiere usar del término de “multiculturalidad” para designar el fenómeno de pluralidad cultural, y sostiene que el denominado multiculturalismo, debe ser reservado para doctrinas o posiciones teóricas que subrayan la importancia del reconocimiento de las identidades culturales diferenciadas.
4 De 15 de febrero de 2001, boe, n.º 65, de 16 de marzo de 2001, pp. 83 a 94, disponible en [https://www.boe.es/diario_boe/txt.php?id=BOE-T-2001-5180].
5 Esta es una replica que realiza Moreso al trabajo de Paolo Comanducci titulado Formas de (neo)constitucionalismo: un análisis metateórico, presentada en el Seminario Albert Calsamiglia que tuvo lugar en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona, los días 13 y 14 de febrero de 2003.
6 Jordi Ferrer Beltrán. “Reflexiones críticas sobre el neoconstitucionalismo”, en el Seminario Jornades sobre Seguretat Jurídica, Cátedra de Cultura Jurídica, Girona, 21 de mayo de 2012, disponible en [https://www.youtube.com/watch?v=8FXxMEUURHo].
7 Manuel Atienza y Juan Ruiz Manero. “Dejemos atrás el positivismo jurídico”, en Isonomía, n.º27, octubre de 2007, pp. 7 a 28, disponible en [http://www.cervantesvirtual.com/obra/dejemos-atrs-el-positivismo-jurdico-0/021e547a-82b2-11df-acc7-002185ce6064.pdf]. Al respecto afirman que el positivismo jurídico es incapaz de servir como herramienta para dar cuenta y operar dentro de la nueva realidad del Estado constitucional, ello principalmente a causa de su pretensión de darle a la teoría del derecho un carácter meramente descriptivo, lo que implica la exclusión de la dimensión valorativa de las normas jurídicas que obstaculiza la consideración de un orden jurídico constitucional.
8 Francisco Javier Laporta San Miguel. “Materiales para una reflexión sobre racionalidad y crisis de la ley”, Doxa, n.º 22, 1999, pp. 327.
9 Al respecto, Immanuel Kant. La metafísica de las costumbres, Barcelona, Altaya, 1996 y Leandro Vergara. Crítica a la teoría de la ponderación alexiana, Buenos Aires, La Ley, 2013.