Deontología judicial. ¿Hay una ética

especial para los jueces?

Juan Antonio García Amado*

 

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Judicial deontology. Is there

a special ethic for judges?

 

Resumen

 

Los sistemas o códigos morales son variantes de un tipo de sistema normativo de los que en la sociedad concurren, la moral. Las normas morales califican las conductas o estados de cosas como justos o injustos, loables o reprochables. En las sociedades pluralistas con Estado de derecho concurren códigos morales alternativos e igualmente legítimos, concepciones metaéticas diversas y diferentes ideas del derecho. En el Estado de derecho no debe el juez estar comprometido con ningún código ético en particular ni debe hacer que en sus sentencias impere el suyo por encima de la ley. Los contenidos propios o más importantes de la ética judicial son aquellos que prevén situaciones de conflicto entre los preceptos morales generales y los requisitos específicos de la profesión que permiten o mandan hacer excepciones frente a las obligaciones morales generales.

Palabras clave: Ética judicial; Códigos morales; Obligaciones morales; Deontología judicial; Iusmoralismo; Iuspositivismo.

 

Abstract

 

Systems and moral codes are variants of a type of regulatory system that concur in society, morality. Moral norms qualify behaviors or states of affairs as just or unjust, praiseworthy or blameworthy. In pluralistic societies with rule of law concur alternative and equally legitimate moral codes, different concepts and different ideas metaethical right. In the rule of law the judge should not be committed to any particular ethical code and should make its judgments prevail in his above the law. Own or major content of judicial ethics are those that stipulate conflict between the general moral precepts and the specific requirements of the profession that allow or send exceptions against the general moral obligations.

 

Keywords: Judicial ethics; Moral codes; Moral obligations; Judicial deontology; Legal moralism; Legal positivism.

 

Fecha de presentación: 25 de mayo de 2016. Revisión: 7 de junio de 2016. Fecha de aceptación: 14 de junio de 2016.

 

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I. La deontología profesional y el significado de la moral

 

Aquí vamos a tratar de deontología judicial o deontología profesional de los jueces, pero conviene presentar desde el principio algunos matices y aclaraciones. En primer lugar, debemos tener en cuenta que, muy a menudo, los mandatos de la deontología profesional recogen un variopinto catálogo de preceptos de muy diversa naturaleza, que incluye normas jurídicas, normas que podríamos llamar de moral grupal, reglas de cortesía y buen trato1 y genuinas normas de moral individual.

Llamo normas de moral individual o normas genuinamente morales, a aquellas que tienen su sede en la conciencia personal del individuo y que son la base para lo que podemos denominar obligaciones en conciencia del sujeto. Las normas morales engendran o basan obligaciones morales. Si yo me siento en la obligación moral de auxiliar al peatón que se ha caído en la calle a mí lado y se ha hecho una herida, es porque en mi conciencia está presente una norma que así me lo manda. En ese sentido, normas morales son las que, como tales, cumplimos porque nos parecen justas, porque por su contenido nos parecen buenas. Dicho de otro modo, los individuos “normales” o con uso de razón y exentos de ciertas patologías psicológicas, juzgamos constantemente y bajo diversos puntos de vista acciones (propias o ajenas) o estados de cosas. Esos juicios siempre responden a algún tipo de patrón o pauta. Una clase de tales juicios son los juicios normativos, que responden a patrones normativos, que se llevan a cabo aplicando normas de algún tipo. Así, por referencia a normas de una determinada religión podemos decir que la acción A es pecaminosa (si incumple un mandamiento o norma de esa religión) o virtuosa (si cumple un mandamiento o norma de la religión en cuestión), por referencia a normas de cortesía o trato social podemos decir que la acción A es cortés o descortés, por referencia a normas jurídicas (de un determinado sistema jurídico) podemos calificar la acción A como jurídica o antijurídica (a tenor de ese particular sistema jurídico). También podemos juzgar o calificar la acción A bajo el punto de vista de normas morales y entonces diremos que es moral o inmoral, lo que viene a equivaler a personalmente loable o reprochable.

Cuando digo “personalmente loable o reprochable” me refiero a que el juicio moral no versa meramente sobre la acción del sujeto, sino sobre lo que podríamos llamar la calidad personal última del individuo, su calidad o condición moral. La acción A del sujeto S puede, por ejemplo, ser antijurídica, ya que había una norma de derecho que la prohibía, pero no necesariamente consideraremos a S una mala persona porque haya hecho A. Cuando alguien cruza a pie una calle con el semáforo en rojo para los peatones en un momento en que no hay ningún coche cerca, dicha acción es antijurídica pero raramente pensaremos que es inmoral o que es mala gente el que tal hace. Similarmente, del que en público mastica ruidosamente y con la boca abierta diremos que es muy poco refinado, descortés o mal educado, pero no que es por eso una mala persona. Calificamos como mala persona al que actúa de modo inmoral, al que en forma libre, autónoma, obra en contravención de normas morales; de las normas del sistema moral que hayamos asumido y a ese propósito usemos.

Si nos tomamos en serio la idea de un código ético para una profesión, tenemos que pensar que las reglas en él recogidas han de valer y estar fundadas en cuanto normas morales y, ante todo, en lo que la moral se relaciona con la tarea profesional en cuestión. El matiz está en que aquí no se trata primera ni principalmente de que se pueda fundar el juicio de que ese profesional es en sí o personalmente una buena persona, una persona recta y moral, sino que, en tanto profesional y como miembro de ese grupo profesional, es alguien que cumple con los requisitos morales básicos para el ejercicio de esa profesión y para que esa profesión pueda mantenerse como justificada por ciertos valores que rigen su ejercicio.

Hay dos evidencias que apenas merece la pena resaltar, pero que menciono por si acaso. La primera, que entre sistemas normativos diversos puede haber coincidencias o diferencias en los contenidos de las normas. Así, tanto los sistemas jurídicos como los sistemas morales suelen prohibir el homicidio voluntario y que no esté justificado por determinadas circunstancias excepcionales (como legítima defensa), pero eso no hace que sea una misma y única norma la que contiene la prohibición, sino dos diferentes con contenido coincidente. Lo que podemos llamar la fuente de validez de cada norma es independiente de la otra. Por eso, por ejemplo, puede seguir viéndose como inmoral cierto homicidio, aunque el sistema jurídico de referencia lo permita (no lo castigue); y por eso mismo cabe que una acción se pueda y deba calificar como antijurídica aunque moralmente carezca de objeción. La segunda, que esa separación conceptual tampoco impide que de hecho los contenidos de unos sistemas normativos puedan estar influidos o hasta determinados por otros. Así, durante mucho tiempo o en muchos lugares se ha pensado o se piensa que debe estar jurídicamente castigado el acto que sea pecado grave; o comprobaremos con facilidad que muchas conductas están jurídicamente tipificadas y castigadas como delitos porque se estima que son graves inmoralidades.

 

II. ¿Qué tienen de particular

las deontologías profesionales?

 

¿Qué tienen de particular o interesante las llamadas deontologías profesionales o morales profesionales? Trabajemos por el momento con el ejemplo de la abogacía y de la moral profesional del abogado. Un abogado se desempeña en la vida social en el rol general de persona y en el rol profesional de abogado. Como, obviamente, un abogado es una persona, todas y cada una de sus acciones, tanto las que realiza en su desempeño de la abogacía como al margen de su profesión pueden ser calificadas con arreglo a las normas morales generales, y de esa calificación resultará en general que esa persona, que además es abogado, es una buena o una mala persona, una persona honesta o deshonesta, decente o indecente. Asumamos la vigencia de una norma moral que mande ayudar al que se encuentra en situación de grave necesidad. Ese sujeto que es abogado tanto puede ayudar al necesitado en su oficio (p. ej., no cobrándole por un servicio) como al margen de su oficio.

Tenemos, pues, en primer lugar, normas de la moral general que rigen tanto en el desempeño de la moral profesional como al margen de ella, en las otras dimensiones o en los otros momentos de la vida individual. Es bastante ocioso incluir esas normas en la deontología profesional. Si consideramos que una mentira seria y que afecte a asuntos vitales importantes es inmoral, lo sigue siendo igualmente cuando es el abogado el que miente de esa manera a su cliente.

En segundo lugar, hablar de deontología profesional cobra sentido por referencia a dos circunstancias o situaciones especiales: cuando determinadas pautas morales ordinarias adquieren especial importancia dentro de una profesión, por ser constitutivas del sentido, razón de ser o adecuado funcionamiento de esa profesión para que rinda su fruto social, y cuando el desempeño del rol profesional que se considera correcto lleva a hacer excepciones a la obligación moral ordinaria.

1. Empecemos por aquellas obligaciones de moral profesional que adquieren un especial estatuto por su relación con la función que justifica ese oficio. Puede ser el caso de la obediencia en el militar. Es probable que en ningún otro ámbito de la vida personal y social tenga la obediencia un tan fuerte significado como en la milicia. Al margen de que también existan límites morales para la obediencia debida, lo cierto es que sin una muy alta dosis de obediencia conforme con la jerarquía interna de los ejércitos, estos muy difícilmente podrían cumplir con la función que los justifica moralmente. Porque la justificación moral de los ejércitos presupone una función social de los mismos y porque esa función social no cabe sin la obediencia de los militares, la obediencia es mandato o virtud moral en el ejército de una manera que en otros ámbitos o no se da o no se da con tanta intensidad. Y ello independientemente de que también pueda tener respaldo jurídico la obediencia o, según el sistema jurídico correspondiente, sea también jurídicamente ilícita la desobediencia. Así pues, por ese tipo de razones la obligación de obedecer sería parte de la ética profesional del militar, aunque no lo sea de su ética personal general. Similarmente, el deber de secreto o confidencialidad que el abogado tiene para con su cliente es un deber moral o una parte muy relevante de su deontología profesional, en una medida mucho más fuerte que el deber de secreto o confidencialidad que podemos tener en otros ámbitos de nuestra vida personal.

En este punto estábamos, pues, hablando de obligaciones de la moral profesional que o bien son específicas de esa profesión, o bien son ampliaciones en esa profesión de obligaciones morales genéricas y ordinarias. Por contraste con el punto siguiente, lo que importa subrayar es que ahí no existe una tensión o contradicción entre la moral personal general y la moral profesional.

2. En otros mandatos de la deontología profesional sí se da esa contradicción entre imperativos morales generales u ordinarios e imperativos específicos de la moral del oficio2. El sujeto S, en cuanto que persona o ciudadano común, está moralmente obligado a no hacer X, pero en cuanto ejerce cierta profesión, X le puede estar moralmente permitido o hasta puede estar moralmente obligado a hacer X. El ejemplo más fácil es el del soldado y el matar. El mandato moral de no matar deliberadamente a otro y sin que concurran ciertas justificaciones personales, como la legítima defensa, se convierte para el militar que entra en combate en permiso moral para matar y hasta obligación moral de matar. Otro ejemplo. En general, podemos aceptar que, a título de meras personas o ciudadanos comunes, todos tenemos un deber moral de denunciar ante la autoridad ciertas acciones de otros de las que tengamos conocimiento y que sean particularmente incorrectas o dañinas. Pero ese deber moral general tiene su excepción cuando se trata de conocimientos de ese tipo que hayan sido adquiridos, por ejemplo, por un sacerdote al confesar a alguien o por un abogado respecto de un cliente y en lo que tenga que ver con el desempeño profesional de la abogacía.

Estos dos últimos tipos de normas y problemas son los que dotan de interés teórico la deontología profesional. Y la deontología profesional solo tendrá sentido en aquellas profesiones en las que concurran esas dos clases de cuestiones morales: la radicalización de ciertas obligaciones morales y la presencia de normas de moral profesional que contradicen normas morales generales.

 

III. ¿Cuál moral general y

cuáles morales profesionales?

 

Si solamente hubiera una moral, un único sistema de normas morales vigente en nuestra sociedad en un momento dado, nada más que importaría hablar de la relación entre esa única moral general y las morales profesionales, en cuanto morales especiales, en cuanto morales vinculadas a ciertos ejercicios profesionales y que son aplicación particularizada y adaptada de aquella moral general. Pero no es así. Las sociedades modernas occidentales y los modernos Estados constitucionales de derecho se caracterizan por el pluralismo, que es también pluralismo moral. Esto tiene una dimensión fáctica y una dimensión normativa. Quiere decirse, por un lado, que en un mismo espacio y tiempo, en el seno del Estado y entre su ciudadanía, conviven de hecho sistemas morales sustancialmente distintos y cuyas normas pueden divergir grandemente. El pluralismo moral de nuestras sociedades es un hecho indubitado. Por otro lado, el lado normativo, esas plurales creencias morales y su expresión verbal y vital están constitucionalmente protegidas bajo la forma de derechos fundamentales, y hasta se considera un supremo bien moral en sí, una especie de “metabien” moral, que dicho pluralismo exista y se manifieste. Nuestras sociedades están y pretenden estar en las antípodas de la homogeneidad o el monolitismo moral y se toma como una virtud adicional de las mismas el que los ciudadanos puedan elegir con libertad entre sistemas morales diferentes, aunque todos ellos deban respetar esos mínimos principios de convivencia libre y plural que el propio Estado de derecho asegura.

Y no solo se manejan en nuestra sociedad códigos morales heterogéneos, sino que también son grandes las divergencias en materia de teoría moral, en asuntos de metaética. En efecto, conviven y pugnan en la filosofía moral el realismo moral y el antirrealismo, el objetivismo y el no objetivismo, el cognitivismo y el no cognitivismo. Así que las preguntas encadenadas que vienen al caso para nuestro tema son estas dos: una, cuál sería el sistema o código moral general apropiado para el juez; y, dos, de qué manera se habrá de configurar, en consecuencia, la moral profesional del juez.

En lo que sigue llamaré sistemas morales a aquellos conjuntos de normas morales que guardan internamente algún tipo de coherencia o trabazón, de maneara que pueden ser aproximadamente individualizados, y que, en consecuencia, se diferencian entre sí sustancialmente, aunque también puedan coincidir en los contenidos de muchas de sus normas. Así, simplificando mucho y puesto que aquí no es menester afinar más en el detalle, podemos y solemos hablar, por ejemplo, de una moral católica o de una moral secular, de morales individualistas o comunitaristas, de morales tradicionalistas o progresistas, etc. Bástenos pensar en las sustanciales discrepancias morales que entre los ciudadanos de ahora mismo existen sobre cuestiones tales como el aborto voluntario o la eutanasia, la propiedad privada y sus límites, el paternalismo estatal, las razones que justifican el trato desigual entre personas, el significado de la pobreza y de la riqueza, el valor del mercado, el papel y las debidas funciones del Estado, los modelos de relaciones sexuales, los tipos de matrimonio y de familia, la relación entre derechos morales individuales y grupales, los derechos morales de los animales, el valor moral y político de ciertas tradiciones o determinados usos sociales, etc., etc. Repárese en la profundísima pugna entre éticas universalistas y éticas afines al relativismo cultural, o en la nunca acabada disputa entre éticas utilitaristas y éticas deontológicas.

Si admitimos que puede o debe haber una correspondencia o correlación entre sistemas morales (en el sentido hace un momento definido) y deontologías profesionales, nos encontramos con un dilema teórico de suma importancia. En aras de simplificar la explicación y de hacerla analíticamente más transparente, supongamos que los diversos sistemas morales aquí y ahora concurrentes pueden reducirse o reconducirse a tres, a los que podemos llamar SM1, SM2 y SM3. Son sistemas morales diferenciados porque entre ellos hay normas discordantes en lo referido a un buen puñado de cuestiones básicas, como muchas de las referidas: límites de la disposición de cada persona sobre su propia vida y su propio cuerpo, grado en que el contenido de algunas instituciones sociales fundamentales (matrimonio, familia, filiación…) puede depender de la voluntad de los individuos o de estructuras rígidas preestablecidas en la tradición, en la “naturaleza de las cosas” o en algún “reino del ser”, escala de preferencias entre libertad e igualdad cuando los dos valores colisionan, valores que han de regir la relación de los seres humanos con los animales o con el medio ambiente, etc.

Si SM1, SM2 y SM3 son sistemas morales internamente densos y entre sí diferenciados en partes sustanciales, propondrán a los sujetos normas incompatibles por las que regir y calificar las acciones morales. Así, la acción A puede resultar inmoral a tenor de una norma moral prohibitiva peculiar de SM1, perfectamente moral de conformidad con una norma permisiva de SM2 o moralmente indiferente desde el prisma de las normas de SM3.

En principio, es de esperar que sistemas morales distintos compitan también para determinar la ética profesional de aquellos oficios que tengan peculiares problemas deontológicos. Si volvemos al ejemplo de la ética profesional del soldado, un sistema moral radicalmente pacifista y uno que admita en algún supuesto la legitimidad moral de la guerra calificarán de modo diverso la acción de matar en combate o el hecho mismo de avenirse a formar parte de un ejército y de participar en una guerra. O pensemos en un juez que esté llamado a decidir si cometió delito o no la mujer que se sometió a un aborto voluntario. Tal vez ese juez comulga con un sistema moral que califica como supremo crimen todo aborto voluntario o tal vez participa de un sistema moral que no ve objeción moral al aborto voluntario en ciertos casos o antes de determinado tiempo de embarazo; y quizá resulta que la ley tipifica como delito el aborto voluntario en cualquier caso o puede que lo exima de sanción bajo ciertas condiciones. ¿Habrá tantas normas deontológicas posibles para el juez (o el abogado, o el soldado…) como sistemas morales contradictoriamente concurrentes o será posible elaborar una deontología profesional que, precisamente, sustraiga el oficio judicial de esa dependencia inmediata de los sistemas morales generales?

Los enfoques teóricos que ahí caben son cuatro: a) descartar cualquier intento de elaboración de una ética profesional para el juez, bien por inútil o bien por inviable; b) proponer una ética profesional por superposición, solamente con aquellas normas en las que puedan estar de acuerdo o puedan concurrir los sistemas morales diversos en vigor; c) optar por una ética profesional que se corresponda o sea aplicación nada más que de uno de esos sistemas morales concurrentes; y d) presentar una ética profesional que permita un ejercicio profesional adecuado, en cuanto que garantiza que se cumpla la función de la institución y porque evita que la institución dependa de un código ético en particular.

La primera opción deja sin resolver la gran cuestión que da sentido a la búsqueda de una deontología profesional, la de ver qué debe hacer un juez, por ejemplo, cuando un código moral o su código moral le pide una conducta y su ejercicio profesional e institucional le exige un hacer diferente. La segunda opción haría que la ética profesional no ofertara soluciones para buena parte de los casos más importantes y difíciles, que son aquellos en que las acciones profesionales posibles reciben calificación contrapuesta a tenor de los códigos morales concurrentes. La tercera opción nada resuelve, ya que si hay tantas éticas profesionales como códigos morales en competencia, es tanto como admitir que nada dirime la ética profesional de lo que más importa, de los conflictos morales a propósito de la acción judicial. Equivaldría a admitir que el único mandato de la ética profesional del juez viene a ser el de guiarse por su personal código moral y aplicarlo también en lo que venga al caso en la profesión.

A mi modo de ver, la vía más interesante y fructífera la ofrece la última alternativa, la d), la que no hace de la ética judicial una especie de ética general aplicada al oficio, sino una ética especial y que halla su justificación en sustraer la práctica judicial a la determinación inmediata por el código moral del juez o de cualquier persona o grupo moral en particular3, sin caer en la parálisis por falta de referencias sustantivas sobre lo que se debe hacer.

 

IV. Moral judicial y concepciones del derecho

 

Hasta aquí nos habíamos preguntado cómo puede afectar a la deontología judicial el que en la sociedad convivan distintos sistemas morales y el que, además, haya también variadas concepciones teóricas sobre el significado y alcance de la moral. Falta agregar un tercer elemento a tanta complicación, cual es el de los modos tan disímiles de concebir el derecho y, con ello, el papel de los jueces.

Siguen compitiendo dos visiones básicas de lo jurídico, la iuspositivista y la iusmoralista. El iuspositivismo parte de la llamada tesis de la separación conceptual entre derecho y moral. Quiere eso decir, en primer lugar, que, en cuanto órdenes normativos diversos y con sus correspondientes contenidos, el derecho y la moral son identificables e identificados de manera independiente, con lo que en ciertas normas vemos los ciudadanos derecho, al margen de que esas normas sean o nos parezcan justas o injustas, morales o inmorales; igual que ciertas normas las vemos, reconocemos o identificamos como normas morales con independencia de que sus contenidos sean acordes o discordantes con los del derecho, de que sean, pues, jurídicos o antijurídicos.

Emplearé una comparación que me parece bastante ilustrativa y a la que ya he recurrido más de una vez en otros escritos. Los curas de mi colegio decían que el sexo sin amor no es verdadero sexo, sino genitalidad. Podemos, así, afirmar que ellos negaban la separación conceptual entre sexo y amor, ya que verdadera práctica sexual nada más que era la que iba acompañada de auténtico sentimiento amoroso. Sin embargo, me parece que todos nosotros tenemos perfectamente clara la diferenciación conceptual, y por eso distinguimos a la perfección las tres situaciones posibles: cabe sexo sin amor, amor sin sexo y que sexo y amor coincidan en una misma acción o práctica. Es probable que todos o la mayoría de nosotros estemos de acuerdo en que el ideal es la coincidencia de sexo y amor y amor y sexo, pero ese ideal no quita para que sigamos llamando sexo al que se practica sin amor y amor al que existe como tal aunque no haya sexo.

Pongamos ahora la acción A. Si tomamos en cuenta nada más que un sistema moral y un sistema jurídico, y aceptamos que A sea objeto de regulación por uno y por otro, las posibilidades son, en principio dos:

(i) Que la regulación sea materialmente coincidente. Por ejemplo, el sistema moral prohíbe A y el sistema jurídico prohíbe A. Así las cosas, la acción A será tanto inmoral (a tenor de la norma pertinente de ese sistema moral) como antijurídica (a tenor de la norma pertinente de ese sistema jurídico).

(ii) Que la regulación sea materialmente opuesta, porque el sistema moral prohíbe A y el sistema jurídico manda A o permite hacer o no hacer A, o porque el sistema jurídico prohíbe A y el sistema moral manda A o permite hacer o no hacer A. En cualquiera de esos casos A recibirá calificación positiva de un sistema y calificación negativa del otro; será, por ejemplo, moral y antijurídica o inmoral y jurídica. Así, muchos sistemas morales coincidirán en la injusticia o inmoralidad de la pena de muerte, pero aplicarla será jurídicamente lícito donde la pena de muerte esté jurídicamente estipulada y conforme a las condiciones al respecto establecidas en ese sistema. O el aborto voluntario y dentro de un plazo marcado es conducta no antijurídica en nuestro derecho, pero resulta gravísimamente inmoral según algunos sistemas morales aquí vigentes.

Los iuspositivistas, en virtud de la mentada tesis de la separación conceptual entre derecho y moral, recalcan que cada cosa es lo que es y recibe su calificación desde el respectivo sistema normativo. Igual que una misma conducta puede ser jurídica según el derecho alemán y antijurídica a tenor del derecho español, una misma conducta puede ser conforme con (una norma de) un sistema moral y contraria a (una norma de) un sistema jurídico; o conforme con una norma de un sistema jurídico y contraria a una norma de un sistema moral. Eso no tendría nada de particular. Cuando tal suceda, resultará que un mismo sujeto es destinatario de dos normas contradictorias4 que para él concurren con el propósito de regular o calificar su acción: si ese sujeto hace A, la moral dirá que obra inmoralmente y el derecho que actúa jurídicamente; o al revés, será su conducta calificable como antijurídica y conforme a la moral.

El iusmoralismo, ya sea iusnaturalista o no iusnaturalista5, cuestiona esa separación y, además, lo hace poniendo la moral por encima del derecho. Esto es así porque, para los iusmoralistas, la acción A no deja de ser moralmente buena o justa, si lo es, por resultar contraria a una norma jurídico-positiva, pero A sí deja de ser una acción jurídica, conforme a derecho (o plenamente jurídica o plenamente conforme a derecho), si se opone a una norma moral relevante o bien importante. En otras palabras, según el iusmoralismo, algo, trátese del contenido de una norma, del contenido de una decisión o de una acción, no puede ser a la vez inmoral (o fuertemente inmoral) y jurídico, acorde con el derecho. O dicho todavía de una manera más, ningún verdadero derecho puede ser (gravemente) inmoral. En consecuencia, según los iusmoralismos:

– Si el contenido de una norma jurídica es en sí y con carácter general (gravemente) inmoral, esa norma no es auténticamente jurídica y no obliga como tal en ningún caso. Es una norma carente de validez jurídica, carente de juridicidad.

– Si una norma jurídica válida por no inicua, cuyo contenido en sí y con carácter general no es inmoral, es aplicable a un caso particular y da pie a una decisión injusta de ese caso, tal norma no obliga para el mismo y, por tanto, no debe aplicarse a esos hechos, tiene que ceder ante la norma moral que para tales hechos aporta la solución justa.

Para el iuspositivismo, tanto el ciudadano destinatario inmediato de una norma jurídica como el juez llamado a juzgar un caso de acuerdo con una norma jurídica pueden hallarse en una situación de contradicción normativa. Quiero decir que el ciudadano puede estar llamado por el derecho a realizar una acción que según la moral (o su moral, la de ese ciudadano) es injusta, o puede estar ese ciudadano por su moral emplazado a una conducta que según el sistema jurídico vigente es antijurídica, jurídicamente ilícita. Y el juez puede encontrarse por el derecho compelido a aplicar a un caso una norma que de acuerdo con la moral (o con su moral, la que ese juez estime como moral mejor o verdadera) sea injusta, o puede verse por la moral incitado a decidir de una manera justa pero que según el derecho es antijurídica. El positivismo jurídico no traza jerarquía entre derecho y moral sino que, en razón de su tesis de la separación conceptual entre derecho y moral, mantiene la doble y contrapuesta calificación de las acciones y remite la decisión a la conciencia de la persona, sea el ciudadano o sea el juez. Uno y otro tendrán que decidir en cada oportunidad si dan prioridad al mandato legal o al mandato moral de su conciencia, y habrán de arrostrar las correspondientes consecuencias.

En cambio, los iusmoralismos suprimen de antemano esos dilemas, al menos en lo conceptual o en la teoría. Si el derecho (gravemente) injusto por definición no es derecho, ningún ciudadano y ningún juez estarán abocados por el derecho a aplicar una norma jurídica injusta, sino que el mandato moral de hacer lo justo será, a la vez, mandato jurídico de hacer eso mismo y aunque haya norma formalmente válida que se oponga. La norma jurídica inmoral no obliga en derecho y la norma moral contraria a la ley sí obliga como derecho. En el fondo, el derecho propiamente dicho no provoca ni al ciudadano ni al juez dilemas morales. Solo el falso derecho o derecho meramente aparente por formalmente correcto da pie a esos dilemas, dilemas que se disuelven en cuanto se toma conciencia de que cumpliendo la ley injusta no se obra según derecho y que incumpliéndola sí se actúa jurídicamente. Y todo ello porque, para el iusmoralismo, hay una parte de la moral (o de la moral verdadera) que está por encima de cualquier derecho y por eso es ella misma derecho, además de moral. Esas normas ético-jurídicas condicionan tanto la validez como la aplicabilidad de todas las normas formal-jurídicas o jurídico-positivas.

El iusmoralismo, aplicado a los jueces, da lugar a más de cuatro perplejidades y paradojas, al menos si lo tomamos en serio o bastante al pie de la letra. Pensemos en una norma legal L que prohíba a los sujetos realizar la acción A, bajo amenaza de la correspondiente sanción. Esa norma legal no ha sido anulada formalmente en ese sistema por quien podría hacerlo, no ha sido declarada inconstitucional o, incluso, ha sido expresamente declarada constitucional por el tribunal constitucional correspondiente. Nuestros iusmoralistas consideran, sin embargo, que es marcadamente injusta, pues se opone a la norma moral M. Para el iusmoralismo, esa grave injusticia significa que decae la validez u obligatoriedad jurídica de L. Un ciudadano, el señor C, realiza aquella acción A por L prohibida y es llevado ante el juez para la imposición de la correspondiente sanción. La pregunta versa sobre en qué caso ese juez prevaricaría: si aplica L e impone la sanción al señor C, si inaplica L (por estimarla inválida por injusta) y no impone, pues, la pertinente sanción al señor C, si en ninguno de los dos casos y haga lo que haga o si en cualquiera de los dos casos y haga lo que haga.

Si los iusmoralistas fueran bien coherentes, creo que tendrían que admitir que el juez prevaricaría ante todo si aplicara L, es decir, si decide con arreglo a la legalidad o el derecho positivo que venga al caso y esa legalidad o ese derecho positivo son muy injustos, en su contenido o en su resultado para el caso. O sea, que cuando la ley sea bastante injusta solo la decisión contra legem sería no prevaricadora. Es evidente que los iusmoralistas casi nunca son tan coherentes como para mantener esto, que es lo que habrían de defender si en verdad quisieran construir una teoría congruente del derecho y su aplicación.

Pero resultará también fácilmente que dos jueces distintos pueden comulgar con dos doctrinas bien diferentes sobre lo justo y lo injusto, ambas con fuerte pretensión de verdad u objetividad. Y entonces tendremos que para cada uno de esos jueces el prevaricador sería el otro, y que no habría propiamente un parámetro suprasubjetivo y suficientemente seguro o cognoscible para saber si prevarica el uno, el otro o los dos. Porque ese parámetro sólo lo puede ofrecer el tenor de la norma positiva formalmente válida en el marco del respectivo sistema jurídico. Pero cuando esa validez se relativiza, cae con el valor de la ley el valor de toda garantía de seguridad y objetividad en su aplicación. Un juez que se acoja a un sistema moral que tilde de crimen horrendo el aborto voluntario incluso en las primeras semanas de embarazo y un juez que participe de un sistema moral que no vea objeción moral a tal aborto, sino que precisamente considere inmoral su prohibición, nada más que podrán tener en común una cosa durante su simultáneo desempeño como jueces: lo que la ley diga, ya sea prohibiendo el aborto, ya sea permitiéndolo. Si a ambos se les convence de que por encima de lo que diga la ley (con sus márgenes de indeterminación, en su caso, pero también con su núcleo de significado y sus casos claros) está la moral que se pretenda objetivamente verdadera y de que la norma moral correspondiente tiene fuerza para enmendar o reemplazar a la norma jurídico-positiva, ya no habrá en esa sociedad una norma común reguladora del aborto ni jueces que la apliquen tal como es y como ha sido sentada por el ejercicio de la democracia y la soberanía popular y hasta, quizá, jurídicamente bendecida por el tribunal constitucional. Dígasenos entonces qué ética judicial o deontología profesional del juez manejamos y si algo adelantamos con sus preceptos. Porque si la deontología del juez empieza por decirle que debe servir a la justicia6 o la moral antes que a la ley misma y al legislador democrático, apaga y vámonos. Hasta ahí hemos llegado. Hasta ahí ha llegado el Estado de derecho, por mucho que lo que lo sustituya se llame Estado constitucional principialista o régimen constitucional de valores.

 

V. ¿Cabe rescatar y dar sentido a la ética judicial?

 

Recapitulemos. Tenemos que:

(i) Cada juez, en tanto que individuo, puede comulgar con unas u otras normas morales y unos u otros sistemas morales de cuantos en nuestras sociedades pluralistas conviven con igual derecho e idéntico amparo constitucional.

(ii) Más allá de sus personales convicciones y en lo que a los fundamentos metaéticos se refiere, cualquier juez puede ser o tenerse por realista o antirrealista moral, por objetivista o no objetivista, por creyente de una moral que se pretende universalista o de una que se acepta como relativa a una determinada cultura, etc.

(iii) Un juez puede ser iuspositivista o iusmoralista, y en este último caso puede profesar o no el iusnaturalismo. Por cierto, y aunque sea incidentalmente, es interesante resaltar que un juez o experto cualquiera en derecho puede ser iuspositivista aunque sea objetivista moral, pero raramente cabrá concebir que quepa ser iusmoralista sin ser objetivista7. Dicho de otro modo, los objetivistas pueden no ser iusmoralistas (aunque suelan serlo), pero malamente pueden los iusmoralistas no ser objetivistas8.

Dicho de otro modo: jueces diversos pueden tener una idea distinta de qué sea lo moralmente bueno o justo, de cuál sea el fundamento de los juicios de justicia o el valor de verdad de los enunciados morales y de cuál es el contenido válido del derecho. En medio de esa inevitable heterogeneidad de convicciones judiciales sobre lo moral y lo jurídico, ¿podemos rescatar algún sentido útil y algún contenido manejable de la ética judicial, de una deontología del juez que pueda quererse común para cualesquiera jueces del Estado de derecho de nuestra época?

Mi tesis es que sí, pero que los contenidos de esa deontología o ética judicial sólo tienen sentido (y tienen pleno sentido) en cuanto orientados a respaldar el cumplimiento por el juez de la función que en el Estado de derecho le es propia y con las condiciones y garantías que del juez del Estado de derecho son propias. Expresado de otra manera, diría que la ética judicial, en nuestros Estados, solo tiene cabida y sólo beneficia en cuanto ética institucional, como ética cuyas reglas van orientadas no a que el juez decida lo justo por encima de todo u opere como supremo sacerdote de la moralidad social verdadera, sino a que se refuercen las condiciones para que la institución judicial funcione como debe a tenor de las garantías que el propio orden constitucional le quiere asegurar y de conformidad con los presupuestos que hacen al ciudadano creer con fundamento que los que de sus pleitos deciden aplican derecho y no su personal capricho o interés, y sirven a valores institucionales como la independencia y la imparcialidad y no a otros señores o fines.

Permítaseme ilustrar lo que quiero decir con una contraposición bastante elemental. Imaginemos dos jueces K y W. K, además de juez de profesión, es un auténtico filósofo moral, muy versado en lecturas sobre la materia. K forma parte de un grupo de filósofos morales que cada semana se reúne para discurrir sobre los más importantes problemas morales de este tiempo. K y los de su grupo tratan de aplicar los más excelentes métodos de razonamiento moral, siempre a la búsqueda de la objetividad del conocimiento moral y de fundar muy racionalmente sus juicios en la materia. Como K participa de la idea alexyana de que el razonamiento jurídico es un caso especial del razonamiento práctico general y de que, en consecuencia, las soluciones “legales” deben ceder ante las soluciones morales cuando haya discrepancia fuerte entre lo moral y lo formalmente jurídico y sea posible, pues, respaldar la opción justa con razones de peso, K, buscando que sus sentencias sean lo más acertadas posible y siempre justas en la mayor medida que humanamente quepa, cada semana somete a la consideración de tan eximio grupo los casos más difíciles que le toca decidir. Analizan, debaten y ponderan conjuntamente, hasta que se convencen de que han llegado lo más cerca posible de la solución en verdad y objetivamente justa de cada caso, solución que unas veces coincidirá con la que el derecho positivo aplicable prescribe y otras veces será opuesta a él. K siempre falla en consonancia con tan depurados juicios morales de ese grupo, ya sea, por tanto, secundum legem o ya sea contra legem.

Por su parte, W es un juez que sobre cada caso lee, se documenta cuanto puede, analiza y reflexiona. No es incapaz de juzgar sobre la justicia o injusticia de la ley aplicable y tiene sólidas convicciones morales. Sabe, además, que muchas veces las soluciones legales para un caso pueden ser diversas, en función de cómo se valoren las pruebas o de cómo se interpreten las normas, ya que si el caso cae en la zona de penumbra de los enunciados normativos, las interpretaciones posibles siempre serán varias y habrá espacio importante para la discrecionalidad judicial. Pero también tiene claro W que determinadas soluciones para los pleitos son incompatibles con cualquier interpretación razonablemente posible de las normas jurídicas que vengan al caso, aun cuando alguna de esas soluciones contra legem puede ser la requerida por la justicia, por normas morales bien importantes. W decide personalmente, sin someterse a ningún tipo de criterio ajeno, y menos al criterio de expertos en ética, W hace uso de su discrecionalidad en lo que quepa y procura justificar ese uso con argumentos intersubjetivamente admisibles y no irrazonables para un espectador imparcial, y W hace prevalecer la solución legal sobre la que honestamente considera justa cuando la ley no le deja resquicio para, por vía de interpretación propiamente dicha, hacer la solución justa compatible con una de las posibles soluciones legales. Es decir, W no falla contra legem9.

Ahora la cuestión que nos importa. Tanto K como W se atienen a un determinado enfoque de ética judicial. La ética profesional del juez K le permite o incluso le impele a sacrificar a la (pretendida) justicia material de sus fallos tanto el principio de legalidad como algunos aspectos de la independencia judicial, al menos entendida en su dimensión de independencia del juez a la hora de formarse su criterio. La ética profesional del juez W, en cambio, lo lleva a velar con celo por su independencia (de juicio) y a hacer que sus decisiones institucionales sean acordes con el derecho positivo vigente y legítimo, antes que conformes con sus convicciones morales, por muy fundadas y verdaderas que las considere. Si tuviéramos que elegir entre K y W para proponer a uno como modelo práctico de la ética judicial que nos parece mejor, ¿por cuál nos inclinaríamos? A mí me parece que deberíamos hacerlo por W. O, por manifestarlo de otra forma o bajo otro punto de vista, yo quiero ser ciudadano de pleno derecho en un Estado de derecho que tenga jueces como W y no como K.

Creo que el argumento más importante que se puede dar en favor de mi modelo es el siguiente, desglosado en dos partes:

a) En un Estado de derecho constitucional, democrático y de libertades, lo que se puede tomar como moral en común y presupuesta como verdadera no sirve para solucionar los casos difíciles, que son casos en los que no sólo caben interpretaciones diversas de las normas jurídico-positivas, sino que, además y sobre todo, chocan sin armonía, síntesis o ponderación objetiva posible las normas morales o los principios morales que respaldan unas y otras normas positivas.

b) Y los contenidos morales que, en ese marco, pueden ser suficientemente precisos o internamente armónicos o sistemáticos como para traer solución para tales casos que son al tiempo jurídica y moralmente difíciles, son contenidos morales dependientes de un código moral determinado, de uno de tantos de los que legítimamente concurren y conviven en un Estado de derecho que ampara el pluralismo y toda una serie de libertades (religiosa o de conciencia, de información, de expresión, artística, de cátedra…) que, precisamente, hacen posible que ningún sistema moral pueda pretenderse el verdadero en este Estado y, como verdadero imperar contra todos los demás o contra las convicciones de la mayoría, expresadas en las normas jurídico-positivas resultantes del gobierno de la mayoría democráticamente legitimado y, a la vez, respetuoso con las minorías y sus expectativas de convertirse mañana en legisladora. Donde manda la verdad no queda sitio ni para la soberanía popular ni para la legislación democrática. Por eso no se legisla, por ejemplo, sobre las leyes de la aritmética o de la geometría. Allí donde en las cuestiones morales o políticas se hace pasar por verdad objetiva la convicción de alguno que así se pretende, verdadera, y donde esa verdad se pone por encima de la ley, no hay democracia posible y las decisiones no se justificarán por ser aplicación de normas legítimas, sino aplicación de verdades que alguna minoría atesora, frente al yerro moral de la mayoría. El elitismo moral, en suma, es radicalmente incompatible con la democracia, la soberanía popular, los derechos políticos de los ciudadanos y las libertades fundamentales de los individuos.

La única “verdad” moral que yo acepto por encima de mis convicciones morales es la decisión democrática de la mayoría de mis conciudadanos, pero con la paradoja de que esa decisión no se legitima por ser la de contenidos objetivamente verdaderos, sino por ser la de la mayoría, la misma mayoría de la que tal vez yo pueda formar parte otro día y cuando las tornas cambien un poco. Yo me someto gustoso a la decisión mayoritaria de contenido opuesto a mis convicciones morales, a mis personales “verdades”, siempre dentro del campo de juego constitucionalmente acotado. Yo no me someto a la verdad moral de ningún juez, ni el más alto, cuando desde ella se enmienda la decisión mía o de mis conciudadanos. Porque, aunque el juez tenga la potestad y la dignidad propia de su oficio, en tanto que persona y sujeto moral ningún juez vale ni sabe más que yo ni tiene acceso mejor ni a la voluntad de los dioses ni a los dictados de la razón. Yo puedo admitir que la ley que nace del juego político de todos en libertad y de acuerdo con los derechos políticos constitucionalmente consagrados, diga qué acciones mías están jurídicamente permitidas y cuáles no o que sean tales o cuales las consecuencias de estas o aquellas conductas propias. No permito, en cambio, que eso lo determine desde su moral un juez. Tampoco que ese juez diga que mi acción plenamente legal es antijurídica porque, además y para más inri, es inmoral. Porque los jueces, aquí, no están para eso. Porque los jueces, aquí, en el Estado constitucional y democrático de derecho, ni ejercen un poder suyo absoluto ni sentencian en nombre de ningún monarca absoluto. Tampoco disponen de ningún acceso privilegiado a la Razón, la Verdad o la Justicia, todas con mayúscula; ningún acceso mejor que el mío o el de la mayoría social que a través de sus representantes legisla. Los jueces son gentes de carne y hueso como yo y que ejercen una función y una potestad superior a la mía, sí, pero que no es la potestad ni de legislar para someterme a mí, ni la de gobernar por encima de los Gobiernos legítimos que de la soberanía popular resultan, ni la de dictaminar en qué son errados y en qué acertados mis juicios morales. Si los jueces tratan de ponerse por encima de su función constitucional, de las condiciones constitucionales de su desempeño y de los límites constitucionales de su poder, los ciudadanos podemos y debemos, en nombre de la Constitución, alzarnos contra los jueces; o contra quienes en los jueces manden porque a los jueces eligen y nombran10.

VI. ¿Qué contenidos para la ética judicial?

 

Sobre la base de lo que acabo de exponer, me parece que los contenidos de la ética judicial deben estructurarse en torno a reglas sobre estas dos cuestiones principales: las condiciones de ejercicio de la función judicial y las condiciones de justificación del uso de la discrecionalidad, allí donde quepa y sea, además, inevitable el uso de discrecionalidad por el juez11.

1. Las condiciones de ejercicio de la función judicial aluden antes que nada a la independencia del juez, a la imparcialidad del juez y a los requisitos adicionales para el adecuado desempeño de su función y para la confianza social en la función12, en consonancia con el modelo constitucional de juez.

Un juez que palmariamente ejerza su oficio de modo dependiente o parcial no sólo incurriría en flagrante inmoralidad, sino en ilícitos jurídicos, sean disciplinarios13 o penales14. Las normas que prevén las correspondientes sanciones para esos ilícitos tienen un evidente fundamento moral, pero sería un tanto ocioso que al elaborar listas de reglas de deontología profesional del juez nos preocupáramos de resaltar especialmente esas obligaciones jurídicas de cumplir con la independencia y la imparcialidad. Subrayar lo obvio o repetir lo bien sabido no es empresa intelectual de gran valor. Creo que, al hablar de deontología, es bastante más relevante que pongamos el énfasis en aquellas actitudes y comportamientos del juez que o bien suponen riesgos para tales requisitos de independencia e imparcialidad15, o bien pueden acarrear sospechas sociales de parcialidad o dependencia o una imagen social negativa sobre el poder judicial. Diríamos coloquialmente que la ética judicial ha de velar por el alejamiento de algunas tentaciones y tiene que preocuparse igualmente por la imagen de la mujer de César. El César aquí es el Estado de derecho y su mujer serían los jueces.

Cuando se habla de profesiones que tienen una esencial dimensión institucional y jurídico-pública y en las que el prestigio social de la institución misma16 y del conjunto de sus profesionales es elemento básico para el cumplimiento de la función social misma de la institución, la ética profesional correspondiente debe colocar en lugar muy destacado las conductas y actitudes que pueden afectar a tal prestigio17. Así, un juez que reiteradamente fuera visto borracho o drogándose, en lugares de mala reputación, en compañía de personas muy poco recomendables o dejándose agasajar por individuos o grupos a los que probablemente tendría él mismo que juzgar algún día, es un juez que no solo daña su consideración personal, sino que perjudica de manera notable el respeto social a la institución judicial misma. Y, repito, hay oficios e instituciones cuya recta función difícilmente sobrevive a la pérdida del respeto social.

Muy elementalmente, podríamos hacer una síntesis de orientaciones primeras de la ética judicial en estos aspectos:

(i) Sobre comportamientos referidos a la independencia18: evítense las conductas y actitudes que sean expresivas de una deferencia excesiva con los poderes del Estado, las personas o los grupos que puedan tener influencia en la carrera del propio juez. Mismamente en nuestro país todos conocemos el ejemplo de algún magistrado que ha llegado a altas cumbres y del que a nadie le cabe duda de que no ha sido por su mérito profesional o su excelsa capacidad, sino por su patente servilismo con algún partido o algún Gobierno.

(ii) Sobre conductas relativas a la imparcialidad19: la vida social del juez debe estar en la mayor medida posible alejada de relaciones “peligrosas” o actitudes de simpatía manifiesta o tangible afinidad con personas o grupos que puedan estar interesados en torcer precisamente la imparcialidad de la Administración de Justicia. Me permitiré un ejemplo real y bien triste. Hace un puñado de años, en una comida, un juez del lugar me dijo que a él un grupo de constructores de la ciudad le ofrecía casas y pisos sobre plano, antes de que salieran a la venta para el público en general y a precios especialmente ventajosos, y me ofreció recomendarme a dichos promotores para que me hicieran a mí mismo un favor semejante.

(iii) Sobre las actitudes en los procesos y durante los diversos trámites procedimentales en los que el juez toma parte. Apenas será necesario resaltar que el juez que muestra maneras despóticas, que no pone atención o cuidado, que adopta actitudes de desprecio o perora absurdamente dando rienda suelta a sus obsesiones o cualesquiera enfados, etc., es un juez que está mancillando el buen nombre y la razón de ser de la judicatura toda.

(iv) Sobre el estudio, la formación y la capacitación profesional en general. Es bien obvio que, por razón de su oficio, el buen juez debe estar en permanente formación y actualización y deben los ciudadanos percibir que así es, si han de confiar los ciudadanos en la justicia y si han de ser ciertas las expectativas dependientes del derecho fundamental al debido proceso.

2. Las reglas alusivas al ejercicio de la discrecionalidad20 y su justificación tienen que ver con cosas tales como el esmero y la calidad de la motivación de la sentencia (exhaustividad, saturación, admisibilidad de los argumentos…), la evitación de falacias, la renuncia a retóricas hueras, etc. Lo que hace que la tarea judicial no consista en un puro acto de autoridad, a veces brutal por sus consecuencias, sino una función del Estado de derecho y acorde con el respeto que los ciudadanos y sus derechos merecen es que el juez no solamente falla los casos, sino que ha de motivar sus fallos mediante razones. En el modo de dar esas razones, en la manera de argumentar en la motivación se muestra el grado de respeto que tanto las partes como la ciudadanía merecen a los tribunales. Creo, pues, que son requerimientos ineludibles de la ética judicial cosas tales como que el juez asuma su responsabilidad personal (y no sólo institucional) por la parte de sus decisiones que implica ejercicio de discrecionalidad, que no se oculte tras fantasmagóricos métodos presuntamente objetivos, como es hoy en día la tan manida y misteriosa ponderación de principios, que ponga sobre la mesa las opciones decisorias que en el caso maneja y justifique con seriedad su elección entre ellas, que use argumentos colectivamente admisibles, que los desarrolle hasta el límite de lo razonablemente exigible, renunciando, por ejemplo, a presentar como verdades evidentes lo que no son más que dogmáticas afirmaciones suyas insuficientemente justificadas, que emplee argumentos pertinentes y que vengan al caso, en lugar de refugiarse en otros que nada tienen que ver con lo que en el pleito se debate pero que pueden tener eco social muy favorable, etc.

Importa bastante aclarar una discrepancia o un malentendido frecuente. El positivismo jurídico del siglo xx ha destacado una y otra vez que el juez opera con márgenes de discrecionalidad. Hay discrecionalidad cuando la norma o normas que regulan la decisión y que vinculan al que las toma dejan espacios para la elección entre alternativas compatibles con dichas normas21. Pongamos unos ejemplos bien sencillos. Había en nuestro Código Penal una norma que regulaba un tipo agravado de robo con violencia y que se refería a que lo cometía el que para perpetrar el robo hiciera uso de armas u otros medios o instrumentos peligrosos “que llevare”. Había que elegir entre entender que llevar, ahí, equivalía a transportar de un lado a otro o simplemente a portar en el momento en que el delito se consumaba. Si se trataba de transportar, el delito solo podía cometerlo, en esa versión agravada, el que había llevado el objeto peligroso hasta el lugar de ejecución del robo; si se trataba de portar, bastaba que lo usara allí y para el robo, aunque lo hubiera encontrado en el mismo lugar y no lo hubiera transportado hasta él. Y así podríamos traer a colación cualquier problema interpretativo. Cuando la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo decidió el famoso caso del Toro de Osborne (sentencia de 30 de diciembre de 1997), se trataba de aplicar el artículo 24.1 de la Ley de Carreteras (Ley 21/1999, de 29 de julio) que prohibía la publicidad visible desde las carreteras nacionales, fuera de los tramos urbanos, y el Toro, sin inscripción ninguna, era publicidad o no según cómo se interpretara “publicidad” en la norma en cuestión. Cuando el Tribunal Constitucional decidió si la inviolabilidad del domicilio en la Constitución consagrada hacía inconstitucional o no la norma de la vieja Ley de Enjuiciamiento Criminal que permitía que la policía sin mandamiento judicial practicara registros en las habitaciones de pensiones, fondas, hostales y similares, todo pasaba por elegir una de las interpretaciones posibles de “domicilio”, y según cuál se escogiera, tales habitaciones contarían o no como parte del domicilio de las personas.

Una decisión es discrecional cuando no rebasa las alternativas compatibles con la norma y cuando, además, va acompañada de una motivación admisible. Que la motivación sea admisible significa que los argumentos o razones son suficientes y no son falaces o irracionales, pero no que basten para demostrar que la opción elegida es la única correcta o la indudablemente correcta de entre las que cabían.

Pero los iusmoralistas no suelen ver las cosas de ese modo y se empeñan en que ha de haber una única respuesta correcta para cada caso judicialmente resuelto y que el juez debe dar con ella y aplicarla22. Lo conseguirá o no según que sea o no más sabio y honesto, pero haberla, la hay, y la obligación del juez es hacer todo lo posible para dar con ella. Así, en cualquiera de los casos que he puesto como ejemplo no se trataría de escoger una interpretación y de justificarla lo más razonable o convincentemente que se pueda, sino de descubrir cuál es la solución correcta única y de argumentar para hacer ver que se ha encontrado. Es ese presupuesto hondamente metafísico del iusmoralismo el que explica un párrafo como el siguiente, de un autor de la calidad de Josep Aguiló Regla:

 

la ética judicial es tendencialmente incompatible con la tesis de la discrecionalidad judicial entendida como libertad de elección entre las diferentes alternativas permitidas. Eso puede valer para un juez cualquiera, pero no para un juez excelente.

 

Téngase en cuenta que ese autor ha dicho unas líneas antes que “El tema propio y autónomo de la ética judicial es el de la excelencia en la práctica de la jurisdicción”, y que añade enseguida que la “vocación” de un juez excelente “es la de hallar la mejor respuesta dentro de las respuestas convencionalmente permitidas, lo que acaba comprometiéndolo con la ‘única respuesta correcta para cada caso’”23.

Me parece complicada y oscura esa tesis de Aguiló. En primer lugar, porque con ella podríamos tachar de poco menos que inmoral u opuesto a la ética judicial, o al menos no “excelente”, a aquel juez que asuma su propia discrecionalidad como inevitable y no tenga la soberbia de pensar que sus fallos son “excelentes” y los únicos que como correctos caben, nada más que porque él trata de que su decisión sea la mejor de las posibles. De entre varias decisiones en principio posibles, la que una persona tome no es la mejor objetivamente o la única correcta por el mero hecho de que esa persona se incline por la que honestamente le parece mejor o nada más que porque sea su pretensión esa, la de dar con la mejor. Dos jueces igual de honestos, preparados, bienintencionados y deseosos de que su respectiva decisión sea la más correcta pueden, ante casos absolutamente idénticos o ante un mismo caso, fallar diferentemente. Si la única respuesta correcta lo es por razón de que los jueces la buscan o de que la razonan con esmero y sin trampa, cada una de esas dos decisiones contrapuestas sería la única correcta, lo que es profundísimamente incongruente, absurdo24. Si sólo una de ellas es en verdad la única correcta, resultará que esa cualidad de la misma no depende de que la respuesta correcta se presuponga al buscarla o de que el juez crea de buena fe que la halló, sino de que se demuestre así taxativamente. Pero esa demostración sabemos que no es viable y tampoco nos dicen los iusmoralistas cómo tendría lugar o de qué método se seguiría.

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* Catedrático de Filosofía del Derecho, Universidad de León (España). Ha sido becario del Deutscher Akademischer Austausch Dients –daad–, autor de los libros Teorías de la tópica jurídica (Madrid, 1988), Hans Kelsen y la norma fundamental (Madrid, 1996), La filosofía del derecho de Habermas y Luhmann (Bogotá, 1997), Escritos sobre filosofía del derecho (Bogotá, 1999), La Lista de Schindler. Abismos que el derecho difícilmente alcanza (Valencia, 2003), Ensayos de filosofía jurídica (Bogotá, 2003), Delito político. Al hilo de la Sentencia de la Corte Suprema de Justicia de Colombia de 11 de julio de 2007 (Bogotá, 2007), El derecho y sus circunstancias. Nuevos ensayos de filosofía jurídica (Bogotá, 2010), Un debate sobre ponderación (Perú, 2012, junto con Manuel Atienza), Iusmoralismo(s) (Perú, 2014) y de más de un centenar de artículos. Mantiene, desde 2005 el blog Dura lex, de temática jurídica, política y social, e-mail [jagara@unileon.es].

Nuevos Paradigmas de las Ciencias Sociales Latinoamericanas

issn 2346-0377 (en línea) vol. VII, n.º 14, julio-diciembre 2016, Juan A. García A. pp. 7 a 38

1 Un ejemplo podría ser el de tratar deferentemente a las personas, cuidar el vestuario y la propia presentación, como expresión de respeto hacia la profesión o de consideración hacia aquellos con los que en ella se trata, etc. Dice el artículo 48 del Código Iberoamericano de Ética Judicial (reformado el 2 de abril de 2014 en la xvii Reunión Plenaria de la Cumbre Judicial Iberoamericana, en Santiago de Chile) lo siguiente: “Los deberes de cortesía tienen su fundamento en la moral y su cumplimiento contribuye a un mejor funcionamiento de la administración de justicia”. Y el artículo 49 reza así: “La cortesía es la forma de exteriorizar el respeto y consideración que los jueces deben a sus colegas, a los otros miembros de la oficina judicial, a los abogados, a los testigos, a los justiciables y, en general, a todos cuantos se relacionan con la administración de justicia”.

2 Esto lo vio y lo explica muy bien Liborio Hierro Sánchez-Pescador: “Los problemas interesantes aparecen cuando comprobamos que en muchos casos, el rol profesional requiere y justifica conductas que son contrarias a las normas morales generales y que eso es lo que ha generado ciertas costumbres, normas morales o jurídicas peculiares: cuando el profesional tiene el derecho o la obligación, en virtud de su rol, de hacer algo que en circunstancias normales está prohibido o cuando tiene prohibido hacer algo, en virtud de su rol, que en circunstancias normales está permitido o incluso es obligatorio. Nos encontramos, entonces, ante derechos y obligaciones excepcionales, en el estricto sentido de que constituyen excepciones a la aplicación de normas morales de carácter general. Su justificación solo puede encontrarse en que sean conductas cuya realización sea condición necesaria para el desempeño de una función profesional justificada y que no viole un bien de mayor importancia que la propia función profesional” (“Deontología de las profesiones jurídicas. Una discusión académica”, en Cristina García Pascual (coord.), El buen jurista. Deontología del derecho, Valencia, Tirant lo Blanch, 2013, pp. 284 y 285).

3 Como señala Aulis Aarnio, en nuestras sociedades ya no hay un código moral único y compartido y ha sido necesario asegurar, por ello, la neutralidad del juez. (Cfr., “Lawyers´ Professional Ethics–Do They Exist?”, en Ratio Iuris, vol. 14, n.º 1, marzo de 2001, p. 1).

4 Esa es una contradicción ante la que se encuentra el sujeto al haber dos sistemas normativos que reclaman guiar su conducta mediante normas entre sí incompatibles, de manera que no cabe cumplir las dos simultáneamente, con la misma acción. Dentro de cada uno de esos dos sistemas normativos, sin embargo, no se da esa contradicción. La incompatibilidad es, pues, entre dos normas de dos sistemas normativos distintos. Salvando las distancias, viene a ser como si dos personas diferentes y entre sí independientes me dan a mí órdenes contrapuestas.

5 Entre los iusfilósofos contemporáneos más importantes, iusnaturalista sigue siendo John Mitchell Finnis, por ejemplo. Iusmoralistas no iusnaturalistas serían, entre otros muchos, Ronald Myles Dworkin o Robert Alexy; en España, Manuel Atienza Rodríguez es de los más destacados. La diferencia está en que los iusnaturalistas siguen sosteniendo que existe un derecho natural que es un conjunto de normas grabadas en nuestra misma naturaleza humana y cognoscibles mediante la razón, normas que, en tanto que “naturales”, tienen contenidos universales e inmutables, igual que universal e inmutable es el hecho “natural” de que respiremos, comamos o nos reproduzcamos de determinada manera. Los iusmoralistas no iusnaturalistas sostienen que hay una moral racional verdadera y cognoscible en cada momento, pero que no es derecho natural y que puede quizá mutar en sus contenidos a lo largo del tiempo. En esos iusmoralistas no iusnaturalistas la división principal sería entre quienes se acogen a un objetivismo material y piensan que los contenidos morales verdaderos son previos a nuestro razonar, están predeterminados a él y habitan en algún reino ontológico o mundo ideal, y los que se afilian a un objetivismo procedimental o constructivista. Estos, entre los que destaca Alexy, entienden que lo justo o bueno (y lo jurídico por encima del derecho positivo) es aquello que acordarían cualesquiera sujetos racionales que, con pleno conocimiento de las cosas y completa información, dialogaran libremente sobre el problema en cuestión y decidieran bajo condiciones de perfecta imparcialidad, con arreglo a un razonamiento plenamente racional y no estratégico o instrumental.

6 Espeluzna un poco, por eso, el artículo 35 del Código Iberoamericano de Ética Judicial, que proclama que “El fin último de la actividad judicial es realizar la justicia por medio del derecho”.

7 Pues eso supondría proclamar que por encima del derecho positivo y condicionando su validez y aplicabilidad está la moral personal de cada juez, no una única moral objetiva y verdadera. Solamente un anarquista bastante radical podría pretender someter la validez y aplicabilidad de las normas del derecho a una moral relativa a cada sujeto, a una moral del todo subjetiva.

8 O, visto desde el otro lado, podemos mantener que un iuspositivista no tienen por qué ser no objetivista, relativista o cosa por el estilo en tema de metaética, aunque los principales iuspositivistas del siglo xx lo han sido.

9 O contra la Constitución, si se quiere. Aquí no me estoy refiriendo a la “lex” meramente como norma con rango de ley, sino como enunciado contenido en una norma positiva vigente de cualquier rango.

Estoy muy de acuerdo con Liborio Hierro, cuando escribe que “por más que se critique la mitología que subyace a la idea del imperio de la ley, de la vinculación del juez a la ley y de la decisión judicial como operación lógico-deductiva, estos son los ideales regulativos de la función judicial en un Estado de derecho” y que “Este modelo del juez profesional se apoya, de un lado, en la vinculación a la ley y, del otro, en la imparcialidad en el proceso” (Hierro Sánchez-Pescador. “Deontología de las profesiones jurídicas. Una discusión académica”, cit., p. 299).

10 Un constructivista moral, en la onda aproximada de Dworkin, Carlos Santiago Nino o Alexy, dirá tal vez que no se trata de que vayan él o el juez de su cuerda a imponer su moral personal frente a la mía o la del legislador democráticamente legitimado, sino que lo que hacen es aplicar la decisión que es racional y en sus contenidos verdadera, porque sería la que habrían tomado el perelmaniano auditorio universal o la habermasiana comunidad ideal de habla si hubieran tenido ocasión y tiempo para reunirse y deliberar con calma, o lo que consentiría cualquier conjunto de personas que razonaran en común bajo circunstancias aseguradoras de la perfecta imparcialidad del juicio de cada cual. Naturalmente, ese constructivista acabará de ofenderme con semejante pretensión y habré de responderle que quién es o se cree él (o su juez) para ser en mayor medida que yo merecedor de las confidencias de todas esas angélicas comunidades de razonadores imparciales sin tacha y puros sin prejuicio. Porque, sépase, también yo mismo suelo aplicar a mis razonamientos morales el método constructivista y someterme al veredicto de los hipotéticos dictaminadores sabios como el juez Hércules de Dworkin e imparciales como miembros del santoral de Alexy, y una y otra vez resulta que me dan la razón y me dejan reconfortado y firmemente convencido de que mis opiniones morales ni son simples opiniones ni son mías nada más, sino expresión de la razón más depurada y del pensamiento más objetivo. Así que como para que me las anulen otros que lo vean distinto.

11 En palabras de Manuel Atienza, el contenido de un código de ética judicial “debería girar en torno a los principios de independencia, de imparcialidad y de motivación de las decisiones” (“Ética judicial: ¿por qué no un código deontológico para los jueces?”, en Jueces para la Democracia, n.º 46, marzo de 2003, p. 45). En lo que seguramente discreparemos Atienza y yo mismo es en la admisión de la discrecionalidad judicial y en la idea de que la motivación de la sentencia ha de ser justificación razonable del uso de esa discrecionalidad y no acreditación de que se ha querido encontrar y se piensa que se ha encontrado la preexistente única respuesta correcta para el caso.

12 “La base de los distintos principios éticos sirve de apoyo a la legitimidad del juez, entendida como la confianza de la sociedad en sus jueces. Esta confianza en los jueces resulta esencial para los mismos sistemas democráticos, pues como señala J[oseph] Raz, no es tanto el consentimiento como la confianza lo que constituye el fundamento de la legitimidad del Gobierno, de la justificación de cualquier autoridad política y que, por extensión, podríamos aplicar esta nota de confianza como el fundamento de la legitimidad ‘democrática’ del poder del juez” (David Ordóñez Solís. “¿Convendría introducir una mención a la ética en la futura Ley Orgánica del Poder Judicial?”, en Diario La Ley, n.º 8328, 9 de junio de 2014, p. 5). En palabras de Elisabeth Kreth, “La confianza de la opinión pública en la justicia es presupuesto para la aceptación de las decisiones judiciales y para que exista y se mantenga la paz jurídica […] El ejercicio del poder judicial recibe su legitimación de la confianza que las ciudadanas y los ciudadanos ponen en la justicia, en el poder judicial. Los tribunales están bajo la presión de una fuerte expectativa, a menudo constituyen la última barrera que a las ciudadanas y ciudadanos protege frente a la arbitrariedad estatal y el abuso de poder privado. Si surgen dudas sobre la independencia, imparcialidad e integridad de la actividad judicial, habrá amenaza de daño para el Estado de derecho” (“Zur Ethik richterlichen Verhalten”, Kritische Vierteljahresschrift für Gesetzgebung und Rechtswissenschaft, Jahrgang 91, Heft 4, 2008, p. 476). Muy similarmente, Andrea Titz. “Richtereid und richterliche Ethik”, Deutsche Richterzeitung, 32, 2009, p. 33. En general, sobre el papel esencial que la confianza de los ciudadanos tiene para el mantenimiento de determinadas profesiones, Aarnio. “Lawyers´ Professional Ethics–Do They Exists?”, cit., p. 2.

13 Véase la relación de faltas disciplinarias muy graves, graves y leves en los artículos 417 a 419 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1.º de julio, del Poder Judicial.

14 Véanse ante todo los artículos 446 a 449 del Código Penal.

15 Muy apropiadamente, la doctrina alemana distingue entre la independencia exterior e interior del juez. La primera tiene que ver con la regulación de su relación con los otros poderes del Estado. La segunda no tiene fácil regulación jurídica, pues se refiere a las actitudes personales de los jueces y a su modo de concebir su propia labor. (Cfr. Kreth, “Zur Ethik richterlichen Verhalten”, cit., pp. 475 y ss.).

16 Sostiene Rafael Jiménez Asensio que “los jueces y magistrados deberían estar sometidos a un código deontológico o de conducta profesional que disciplinara su actuación como profesionales al servicio del Poder Judicial, pero en cierta medida regule asimismo cuál ha de ser su conducta ‘externa’ en la medida en que ésta pueda influir en la credibilidad del propio Poder Judicial. Y los ejemplos pueden ser numerosos: ¿es indiferente al Poder Judicial la conducta de un juez que alcanza publicidad mediática al invocar la condición de tal cuando debía ser sometido a una prueba de alcoholemia?; ¿carece de efectos en la legitimación del Poder Judicial cuando un miembro del mismo es condenado por un delito de violencia de género o por cualquier otro delito?” (“Imparcialidad judicial: su proyección sobre los deberes (código de conducta) y derechos fundamentales del juez”, en Alejandro Saiz Arnaiz (dir.). Los derechos fundamentales de los jueces, Madrid, Marcial Pons, 2012, p. 37).

17 “Respecto de jueces y magistrados, advertir algunos aspectos de sus vidas privadas adquiere un valor especial en la medida en que tales funcionarios deben aplicar el derecho de una forma independiente e imparcial y hay que asegurar que sus acciones institucionales no se vean torcidas por aspectos idiosincrásicos o por sus relaciones personales o sociales” (Jorge F. Malem Seña. “La vida privada de los jueces”, en Jorge Malem, Jesús Orozco y Rodolfo Vázquez (comps.), La función judicial. Ética y democracia, Barcelona, Gedisa, 2003, p. 165). En palabras de Dana A. Ramus (“The Institutional Politics of Federal Judicial Conduct Regulation”, Yale Law & Policy Review, vol. 31, n.º 1, 2012, p. 37), y refiriéndose a Estados Unidos, “históricamente la disciplina judicial trataba de disuadir y castigar la conducta indebida, pero en el siglo xx las reformas aspiraron tanto a guiar apropiadamente las conductas, como a sancionar los comportamientos indebidos. El sistema de regulación resultante fue muy influyente al ordenar las interacciones y la identidad de los jueces federales y del poder judicial en su conjunto. La independencia judicial se entiende como un equilibrio ideal entre la autonomía y la responsabilidad de los jueces, tanto en la dimensión individual como institucional. En el nivel individual, la autonomía aísla a los jueces frente a presiones inadecuadas provenientes de las instancias políticas, mientras que la responsabilidad asegura que los jueces están vinculados a su estructura de Gobierno y al Estado de derecho”.

18 Explica Perfecto Andrés Ibáñez que el valor de la independencia judicial, “asumido como imperativo constitucional en todos los textos fundamentales, se ha orientado idealmente a poner al juez a salvo de dependencias, presiones o simplemente influencias de quienes ejercen el poder político. Y tal es el modo como aparece normativamente concebido. Hoy, sin embargo, ha de ser leído en una clave de mayor amplitud, porque los poderes formales no son los únicos y, con frecuencia, ni siquiera los que pudieran tener mayor capacidad de incidencia en la voluntad y la disposición del juez, que debe cuidarse con idéntico celo de quienes se encuentran en posiciones de poder privado”. (“Ética de la independencia judicial”, en García Pascual (coord.). El buen jurista. Deontología del derecho, cit., p. 41).

19 Según Ibáñez, “La imparcialidad tiene a la independencia como antecedente o presupuesto necesario” y “la imparcialidad es, antes incluso que un dispositivo procesal, un presupuesto epistémico, una garantía de la calidad del juicio, que tiene por fin dotar a este de tendencial objetividad. Por eso, en la escena del proceso, impone al juez como actor asumir la perspectiva del observador racional externo”. (Ibíd., p. 45).

20 A esto se refiere Aarnio cuando insiste en que “el proceso discrecional debe cumplir con ciertos requisitos básicos del razonamiento racional” (“Lawyers´ Professional Ethics–Do They Exist?”, cit., p. 6). Acertadamente pone de manifiesto Perfecto Andrés Ibáñez que la preocupación por limitar o encauzar adecuadamente el poder del juez va unida a la conciencia de la discrecionalidad que los jueces tienen al decidir, aun cuando actúen de acuerdo con las normas (vid. “Para una ética positiva del juez”, en Perfecto Andrés Ibáñez. En torno a la jurisdicción, Buenos Aires, Ediciones del Puerto, 2007, p. 39).

21 “Hablamos genéricamente de discrecionalidad cuando en un marco normativo dado, un órgano dotado de autoridad para decidir tiene libertad para elegir entre varias alternativas dadas” (Francisco J. Laporta. El imperio de la ley. Una visión actual, Madrid, Trotta, 2007, p. 207).

22 Pero, curiosamente, suelen insistir los iusmoralistas en atribuir al positivismo jurídico la tesis de que no hay discrecionalidad judicial y de que solamente le cabe al juez para cada caso una única respuesta correcta, que es la determinada de modo automático y elemental por el texto mismo de la ley. Dice por ejemplo Rodolfo Luis Vigo que la que llama “teoría jurídica interpretativa”, propia del iuspositivismo, “postulaba jueces inanimados sometidos a la única solución prevista en la ley que debían aplicar dogmática y silogísticamente en cada caso” (“Ética judicial e interpretación jurídica”, Doxa, 29, 2006, p. 276). Ningún positivista relevante del siglo xx (pensemos en Hans Kelsen, Herbert Lionel Adolphus Hart, Norberto Bobbio, Eugenio Bulygin, Joseph Raz, Luigi Ferrajoli y tantos más) ha mantenido tal cosa. Han sido exactamente los positivistas, en todas las variantes del iuspositivismo, los que han insistido una y mil veces en lo inevitable de la discrecionalidad judicial, por causa de la textura abierta del lenguaje jurídico, de la abundancia de lagunas, de la existencia de antinomias de segundo grado, etc. Puesto que históricamente es difícilmente discutible ese dato, tampoco es muy acertado afirmar que el paradigma mecanicista y negador de la discrecionalidad, tal como se entendía en el siglo xix, fue puesto “en crisis a lo largo de la segunda mitad del siglo xx y, particularmente, al hilo del movimiento rehabilitador de la razón práctica” (ibíd., p. 274). No, ya estaba ese vetusto paradigma plenamente cuestionado por muy variadas escuelas, como la del normativismo kelseniano, el sociologismo jurídico, el realismo jurídico escandinavo y norteamericano, la escuela del derecho libre, etc. Lo que traen a la teoría jurídica muchos de los autores que Vigo cita como iusmoralistas que se acogen a la llamada rehabilitación de la razón práctica, como Dworkin o Alexy, es precisamente la negación de la discrecionalidad judicial o de su gran presencia. Esos autores reverdecen la teoría de la única respuesta correcta y, con ello, recuperan, con otro ropaje y otros fundamentos, el ideal decimonónico de la ausencia de discrecionalidad en el trabajo del juez. La novedad está en que ahora no piensan que sea el derecho positivo el que por sí aporte una respuesta única verdadera para cada caso, sin márgenes de elección judicial, sino que piensan que es la moral verdadera la que, incorporada conceptualmente al sistema jurídico mismo, proporciona dicha solución correcta única, con ayuda, si acaso, de un método de la ponderación que, en su función y su pretensión de objetividad, es perfectamente equivalente a aquel método silogístico y meramente subsuntivo de la Escuela de la Exégesis y la Jurisprudencia de Conceptos. Dice el mismo Vigo, en párrafo bien aclaratorio de lo que estoy sosteniendo: “Precisamente frente a esa inevitable discrecionalidad [resultante del derecho positivo] uno de los remedios lo constituye la ética judicial” (ibíd., p. 277).

23 Josep Aguiló Regla. “Ética judicial y Estado de derecho”, en García Pascual (coord.). El buen jurista. Deontología del derecho, cit., p. 62.

24 Posiblemente más de un autor daría aquí un poquito de marcha atrás e indicaría que lo de la única respuesta correcta debemos verlo nada más que como “idea regulativa” (cfr., por ejemplo, Josep Aguiló Regla. “Independencia e imparcialidad de los jueces y argumentación jurídica”, en Isonomía, n.º 6, abril de 1997, p. 75). Pero lo de la idea regulativa es aquí tan misterioso como trivial. Una persona muy creyente puede tomar una lista de santos y ponerse a buscar entre ellos al más santo. Elegirá a quien le parezca y por razones que pueden no ser desdeñables, pero su elección habrá sido suya y por sus razones y, sobre todo, por el hecho de que haya buscado y escogido el más santo de los santos no deberemos decir que existe la única respuesta objetivamente correcta y verdadera para su pregunta. Que esa idea de la más alta santidad entre los santos sea una idea regulativa cabe decirlo, pero de ahí no se desprende que porque la idea sea regulativa haya que presuponer que existe “ahí afuera” solamente una única respuesta correcta y objetivamente verdadera. Cuando una persona busca pareja lleva su idea regulativa sobre la pareja ideal o la media naranja perfecta, pero no por eso vamos a creer que cada uno de nosotros tiene predestinada la “única respuesta correcta” como resultado de esa búsqueda. Las ideas regulativas son ideas regulativas, sí, no planos del tesoro.