Nuevos Paradigmas de las Ciencias Sociales Latinoamericanas issn 2346-0377
vol. I, n.º 1, enero-junio 2010, Ignacio F. Tedesco pp. 15 a 58
Nuevos Paradigmas de las Ciencias Sociales Latinoamericanas issn 2346-0377
vol. I, n.º 1, enero-junio 2010, Ignacio F. Tedesco pp. 15 a 58
El ritual judicial penal. Hacia una teoría sociojurídica del enjuiciamento penal*
Ignacio F. Tedesco**
mn
The criminal court ritual. Towards a
socio-legal theory of criminal trial
Resumen
El presente trabajo estudia el exagerado uso de la palabra “acusatorio”, que ha significado darle múltiples sentidos a su significado. El autor intenta mostrar mediante herramientas teóricas de la sociología jurídica cuándo un proceso es de características adversariales, para de ahí ver si nos encontramos no solo frente a un sistema que respeta un principio acusatorio, sino también si la sentencia final responderá al principio contradictorio.
Palabras clave: Sistema acusatorio; Derecho penal; Principio contradictorio; Juicio adversarial; Proceso penal.
Summary
The article studies the exaggerated use of the word “accusatory”, which have result in the use of multiple senses of his meaning. The author tries to demonstrate through the use of theoretic tools of the juridical sociology when a judicial process have adversarial characteristics, and then see if we are facing not only a system with respect for the accusatory principle, but also if the final sentence will answer to the contradictory principle.
Keywords: Accusatory system, Penal law, Contradictory principle, Adversarial judgment, Penal process.
Fecha de presentación: 19 de abril de 2010. Revisión: 4 de mayo de 2010. Fecha de aceptación: 18 de mayo de 2010.
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Presentación
A lo largo de este último tiempo América Latina ha sufrido un proceso de crítica y reforma de sus procedimientos penales llamando a la implementación de prácticas propias de un sistema de enjuiciamiento de características mayormente acusatorias. Tanto ha sido esto así que, hoy por hoy, la palabra “acusatorio” es una referencia obligada a la hora de pensar nuestro procesos penales.
El punto es que este uso excesivo de lo “acusatorio” ha llevado a una multiplicidad de sentidos de qué es lo que esta expresión puede significar. Tanto ha sido esto así que por acusatorio también se puede entender la vigencia formal de un principio acusatorio y no de un proceso materialmente acusatorio. Circunstancias que permitieron la validación de los procesos de importación de determinados institutos en estas reformas procesales. Incorporaciones que no tuvieron en cuenta los marcos socioculturales en las que éstas han sido insertadas1. En otras palabras, al llevar adelante esta tarea ha sido posible que hayamos desatendido si nos encontramos presentes frente un modelo de averiguación de la verdad (ya que de eso es lo que en definitiva versa todo proceso penal) de características materialmente acusatorias.
Las palabras que siguen tienen esta intención: presentar las herramientas teóricas, específicamente las propias de la sociología jurídico penal, a través de las cuales se pueda visualizar cuándo un proceso penal es de características adversariales. Es que es esta palabra, adversarial, la que permite dar un sentido material al proceso penal (y con ello al sistema penal todo) y no meramente formal. Ya no se trata de visualizar si nos encontramos frente a un sistema que respeta un principio acusatorio, sino también si la sentencia a la cual se arribará es producto de la vigencia material de otro principio, el contradictorio. Para llevar adelante esta tarea se torna necesario partir del núcleo del cual se constituye todo sistema penal: ser un programa de resolución de un determinado conflicto. Y, como tal, no otra cosa que un ritual.
El conflicto y el juicio adversarial
Las conclusiones que se derivan de diversos estudios antropológicos señalan que cuántos más conflictos una sociedad deriva al sistema penal, mayor es el grado de desintegración comunitaria. En esta perspectiva, el enjuiciamiento penal público resulta indicactivo del proceso inverso, esto es, de una identificación del grupo social que ayuda a la cohesión. Tal como lo enseña Hendler, “lo que interesa es la actitud que la sociedad adopta frente al conflicto, no sólo en cuanto al castigo que finalmente establece sino también respecto del modo de encarar, en sí mismo, el conflicto […] En el modelo del enjuiciamiento público, la idea subyacente es ventilar el conflicto, hacerlo explícito y dar así lugar a la catarsis de su verbalización”2.
Así, la participación de la sociedad en el juicio, sea como espectadores o como miembros del tribunal encargado de establecer un veredicto sobre el conflicto planteado, provoca que su realización tenga rasgos evidentes de teatralidad: el enjuiciamiento penal es una representación escénica que se desarrolla en el marco del sistema penal3.
Esta escenificación se constituye tanto en un símbolo, es decir, en un proceso comunicativo que se dirige hacia la sociedad entera, como en una ficción: la construcción de una verdad. El juicio en el que se resuelve el conflicto es el resultado de una cosmovisión, de una “forma natural” de entender al mundo, la que le da un sentido y legitima su resolución. Es un proceso en el que las imágenes culturales tienen un valor importante, en tanto los símbolos que de ellas se desprenden facilitan la construcción de esta teatralización del conflicto, al igual que la puesta en escena del juicio origina nuevas formulaciones en las imágenes culturales de la sociedad4. Por otra parte, este enjuiciamiento que se lleva a cabo es la materialización de una ficción: de ese elemento en común que sirve de puente entre el derecho y la literatura5.
En este contexto, la idea de la cual se parte en la presentación de este marco conceptual se concentra en el hecho de que el juicio penal público, que se conformó a partir de la segunda mitad del siglo xix en la sociedad occidental, es un ritual judicial cuya dramatización es la reconstrucción de una verdad producto de una ficción a través de la cual, por un lado, se produce una catarsis individual y colectiva saludable en tanto se produce un proceso de identificación comunitaria, al mismo tiempo que el Estado legitima su poder de castigar. En otras palabras, no sólo se entiende que el proceso penal es un proceso de escenificación dramática, sino que es un ritual judicial que se constituye como ficción e imagen cultural.
El juicio como drama.
La construcción de una ficción
Esta equiparación del juicio con el ritual es inseparable de los aspectos teatrales que están inmersos en esta vinculación. De esta manera, el ritual judicial se constituye como un drama social, como metáfora. En otras palabras, en una ficción; lo que obliga a que el análisis a realizar no sea simplemente a través de las herramientas del derecho o de la antropología, sino también las de la filosofía. La vinculación entre el derecho y el teatro es la que permitirá ahondar este camino propuesto. En este proceso, lo que está en juego es, en definitiva, la definición de un concepto de verdad.
Tanto en un caso como en el otro, se está en presencia de una representación. Inicialmente se podría señalar que justamente lo que distanciaría cada uno de estos campos es que sus respectivas puestas en escena difieren en que la del teatro se trata de una mera ficción, mientras que lo que se ventila en el juicio es un hecho real. Mas a poco que se avance con el estudio de ambas situaciones, se podrá observar que éstos no son más que una ficción.
La realización de un juicio posee un número de analogías con la representación teatral: ambas tienen lugar en un espacio consagrado, junto a unas reglas que parten de los hábitos de la vida cotidiana, de unos gestos, unas palabras y una vestimenta. En este sentido, describir el proceso penal en términos de teatro es extremadamente fácil. Es que, entre las normas del juego teatral y aquellas de la instancia judicial hay una antigua complicidad. Un par de razones pueden señalarse: por un lado, la confrontación que se realiza en el desarrollo de un proceso es espectacular y se presta admirablemente a la puesta en escena en un decorado que llama a su representación y, por el otro, este tipo de espectáculo se corresponde con el gusto de un gran público que es igual de sensible al tema de la Justicia como a su teatralidad6.
Esta escenificación del juicio implica necesariamente que éste deba ser considerado un espectáculo que se representa ante un público determinado. Como tal, posee tres de las reglas del teatro clásico. Por un lado, “unidad de lugar”: todo el proceso se desarrolla en la sala de audiencia; “unidad de tiempo”: el juicio se condensa en un espacio de tiempo determinado y continuo hasta que se llega a una decisión final; y una “unidad de acción”: a lo largo del proceso una sola acción humana es juzgada y todo lo que acontezca lo será en derredor de ese caso. Toda esta unidad escénica imprimirá al proceso de una cierta solemnidad la cual inspirará a aquellos a quienes se dirige una sensación de emoción y de respeto7.
Este espectáculo cargado de teatralidad puede ser entendido como una ceremonia ritual. Un ritual judicial que se conforma de distintos elementos; esto es, de actos, conductas, prescripciones y símbolos cuyo cumplimiento es impuesto y que se constituye como el universo simbólico en el cual se desarrolla el proceso y se realiza el derecho8. Mas no sólo se lo “puede” entender al juicio como un ritual, a poco que avancemos en el análisis se apreciará que el proceso penal “debe” ser comprendido como un ritual judicial gobernado tanto por la idea de espectáculo como por su teatralidad. Es a través del estudio de cada uno de estos extremos, y de su entrecruzamiento, que podremos estudiar el juicio penal público que estableció sus formas hacia el siglo xix; las que se mantienen en su esencia aún hoy en día. Y, con ello, presentar las herramientas que permiten visualizar cuándo estamos frente a un enjuiciamiento de características adversariales. Estas palabras se dirigen hacia estas cuestiones.
La sociedad como teatro
Tal como lo señala Jean Duvignaud,
nosotros no comprendemos el sentido de los comportamientos no humanos sino en el momento en que ellos se teatralizan. [...] Nuestra propia existencia, o digamos más bien la de la cultura, es una representación teatralizada de los instintos y de las pulsiones.
Así, el dinamismo de las sociedades se expresa por medio de una puesta en escena que reúne a los principales papeles sociales9.
El intento de explicar distintas problemáticas de la sociedad a través del establecimiento de vínculos con la representación teatral no es nuevo. Uno de los principales marcos teóricos a tener en cuenta es el desarrollado por Ervin Goffman, en 1959, en su obra La presentación de la persona en la vida cotidiana10. Trabajo que se corresponde con el esfuerzo de la sociología fenomenológica en rescatar al sujeto, la conciencia y la intencionalidad para el estudio social, con la intención de observar cómo es posible entender la comunicación y el entendimiento mutuo y cómo las acciones resultan significativas para quienes las emprenden11.
Según observa Georges Balandier, para Goffman, la vida social es un juego de representación, abierto a una improvisación limitada por un doble imperativo: el del papel asignado y el del rito, los que permiten evitar la confrontación violenta. Lo que conduce a que se lleve a término el intercambio entre uno mismo y los demás es el acto teatral, al tiempo que es un mutuo reconocimiento. Para ello, se recurre a efectos escénicos, se reserva un lugar para el cinismo y se pone en marcha una espiral de simulaciones; esta situación comporta lo fáctico, puesto que no es tanto que a lo real se le opongan las apariencias, sino que son éstas mismas las que lo hacen entre sí. El yo se forma y se transforma en el curso de intervenciones sobre diversos escenarios de la vida común12.
Este marco conceptual se desprende del análisis llevado adelante por George H. Mead13. Para él, para la teoría de los roles resulta un concepto central el concepto de self. Éste es la conciencia de sí mismo que se genera a través del desempeño de diversos roles. Tal conciencia se estructura mediante la contraposición y la interacción del “yo” y del “mi”. El primero es la respuesta del organismo a las actitudes de los otros, mientras el segundo es la serie estructurada de las actitudes de los otros como nosotros los percibimos. El self, por ende, es el proceso conectado a estos dos momentos del conocimiento y se configura tanto como toda conciencia al igual que como posibilidad responsable de acción. El self es, por lo tanto, sujeto y objeto al mismo tiempo, ubicado en el centro de una estructura de expectativas de rol14.
Goffman parte de la perspectiva de la representación teatral, de manera tal que sus principios de análisis son los dramatúrgicos. Su analogía de la vida cotidiana con el hecho teatral, más allá de las limitaciones en la equiparación, le permitirá considerar de qué manera cada individuo se presenta ante los demás y cómo presenta su actividad ante otros, en las situaciones de trabajo corriente; en qué forma guía y controla la impresión que los otros se forman de él, y qué tipos de cosas puede y no puede hacer mientras actúa ante ellos15. De esta manera, su enfoque dramatúrgico se construye a partir de la actuación o representación teatral de los individuos en interacción (dramatización) en la vida cotidiana. Así, los fenómenos de la interacción social se desarrollan en un escenario y los participantes pueden considerarse actores porque al realizar sus roles encarnan distintos personajes16.
La “actuación” de los individuos es la actividad total que éstos llevan adelante en una ocasión determinada, la que les sirve para influir de algún modo sobre el resto de los actores17. En consecuencia, la vida cotidiana de las personas termina por ser una actuación ante las otras. No en vano el significado de persona evoca a la máscara del actor; es el reconocimiento de que cada uno de nosotros representa un papel.
En palabras de Goffman, esta actuación se realiza gracias a una determinada “fachada”. Esto es, la parte de la actuación del individuo que funciona regularmente de un modo general y prefijado, a fin de definir la situación con respecto a aquellos que observan dicha actuación. Esta fachada se constituye a través de distintos elementos. En primer lugar, de un medio, en el cual se incluye el mobiliario, el decorado, los equipos y otros instrumentos propios del trasfondo escénico, que proporcionan el escenario y la utilería para el flujo de acción humana que se desarrolla en él. Este escenario es cubierto de expresiones personales: las insignias del cargo o rango, el vestido, el sexo, la edad y las características raciales, el tamaño y aspecto, el porte, las pautas de lenguaje, las expresiones faciales y los gestos corporales18. En definitiva, se forma un espacio de actuación revestido de todo lo necesario para ello, junto a vehículos transmisores de signos, expresiones, significados y de palabras.
Uno de los hechos significativos en esta actuación es que en ella se destacan los valores oficiales corrientes de la sociedad en la cual tiene lugar. Esto es, en términos de Emile Durkheim, una ceremonia en la que se reafirman los valores morales de la comunidad. En este ritual se mantiene una máscara de modales, de comportamientos. Es un artificio, un juego que se sitúa en lo imaginario. El cuerpo y el rostro no sólo terminan por estar “disfrazados”, sino que además, simbolizan a un objeto que se hace presente a través del personaje que se actúa. En esta representación, por su parte, el auditorio percibe misterios, secretos. Más allá de que detrás de ella no haya ninguno19.
Así, en palabras de Goffman, el enfoque dramático se constituye en una perspectiva que, al igual que otras –como por ejemplo, la política o cultural–, puede ser empleada como un punto final del análisis, como un medio final para el ordenamiento fáctico. En este sentido, en el ámbito de la sociología jurídico penal, este autor expresamente señala: “la forma más objetiva del poder desnudo, del poder liso y llano, es decir, la coerción física, no es, con frecuencia, ni objetiva ni simple, sino que funciona como una exhibición destinada a persuadir al auditorio; suele ser un medio de comunicación y no simplemente un medio de acción”. Un medio de comunicación que, por cierto, impone una moral20.
Es por ello que, en estas líneas, la perspectiva dramatúrgica es aquella que permitirá, junto a otras visiones, establecer un marco teórico a través del cual se realice un abordaje con una mayor riqueza analítica respecto del proceso de imposición de un castigo.
La representación teatral
Existen muchas formas de definir qué es lo que se entiende por teatro. En palabras de Peter Brook, la obra teatral es un juego. Muestra lo invisible y ofrece las condiciones que hacen posible su percepción. Es un vehículo, un medio de autoestudio, de autoexploración, una posibilidad de salvación. En definitiva, es una liberación21.
Tal como lo enseña Duvignaud, el teatro es un arte, una manifestación social. Es el arte más comprometido de todos con la trama viviente de la experiencia colectiva, el más sensible a las convulsiones que desgarran una vida social en permanente estado de revolución. El teatro es ante todo una ceremonia: la solemnidad del lugar, la distinción del público, profano, y de un grupo de actores aislados en un mundo restringido, luminoso; el vestido de los actores, el rigor de los gestos, la particularidad de una lengua poética que se distingue radicalmente del lenguaje cotidiano. En el teatro, su acción es visible, es espectáculo. Aristóteles señalaba que existen tres artes de imitación: la epopeya, la tragedia y la comedia. Éstas presentan a todos los personajes como actuantes, como un drama en el que se imitan a esos personajes. Mas no se imita a los hombres, sino a una acción y una vida22.
Tragedia o comedia, lo cierto es que ambos comienzan
con el espectáculo de un individuo supliciado porque ha transgredido las reglas comunes.
El teatro, al igual que la sociedad, selecciona sea tanto para castigar como para elegir. Según Duvignaud,
hay que rechazar a un herético, a un criminal, situar a un hombre por encima de las leyes para que arbitre las rivalidades de los grupos. Lo que proyecta sobre esas individualidades designadas, es la imagen de lo anormal que hay que destruir […] El teatro comienza con la interpretación de la situación del rey o del criminal desde que ésta, comparada con la situación común, se define como un suplicio.
Lo que se cristaliza en las figuras interpretadas son las mentalidades colectivas, el conflicto de la libertad y de las coacciones que se oponen a su desarrollo. Así, se establecen dos circuitos: el que va de la superficie exterior de la sociedad hacia la selección de los individuos elegidos o expulsados y el de la imagen interpretada de una conciencia de esos individuos que sufre y de las tendencias más profundas de la vida colectiva23.
En palabras de Antonin Artaud,
una verdadera pieza de teatro perturba el reposo de los sentidos, libera el inconsciente reprimido, incita a una especie de rebelión virtual24.
La metáfora y la ficción
En palabras de Posner, la literatura es drama y con ello, es conflicto. Asimismo, el derecho también se involucra en él25. Los puentes que precisamente pueden explicar esta equiparación entre el derecho con el teatro (y con ello, con la literatura como una de sus expresiones) son los conceptos de metáfora y ficción.
Tal como lo enseña Marí,
los escritos legales están llenos de ‘ficciones legales’, muchas veces en forma de metáforas [...] La ficción legal refleja el deseo de los jueces y los juristas de crear una apariencia de continuidad, cuando en realidad están innovando.
Así, en sus palabras, la ficción no es simplemente una herramienta literaria. En el derecho, ella cumple una función indispensable y enriquecedora al adaptar la conducta de los hombres a los intereses del sistema económico-social vigente. Ello, gracias a ficciones tales como el principio de igualdad ante la ley, o la autoridad de la cosa juzgada, por sólo mencionar algunas. Por otra parte, la ficción literaria comparte problemas con la ficción legal. Uno de éstos, es el tipo de conexión que ambas tienen que realizar para conectar, a través de su uso, los textos con la realidad26. En este contexto, la metáfora surge como un concepto importante a tener en cuenta.
En la acción judicial se presentan tanto los hechos como el derecho. Éstos constituyen una representación teatral. Los hechos son llamados así ya que se quiere distinguir el concepto de realidad de la idea de ficción. Mas la selección de los hechos y el derecho que son presentados están guiados en su interacción con un tercer elemento: su potencialidad para ser expuestos ante el tribunal, tanto en razón de que puedan ser reconocidos jurídicamente, como también que sean favorables al interés de quien los introduce; es decir, sus cualidades para persuadir a aquellos que tienen que resolver el conflicto. Esta persuasión no es otra cosa que una metáfora. De esta manera, en la actuación que se realiza en el juicio, se asiste al paso de los hechos y el derecho a una afirmación que convenza sobre qué es lo que debe ser realizado en una situación determinada. Ello, gracias a una especial secuencia que juega con las ideas opuestas de realidad e ilusión, las que recrean una verdad, una ficción que sólo se puede explicar en función del concepto de metáfora27.
Ésta, en primer lugar y como ya se señalara, debe ser entendida como persuasión. Al igual que la actuación de una obra teatral, la presentación de las partes en un juicio persiguen convencer a quién le cabe resolver la cuestión planteada. Circunstancia que no la realiza encubiertamente o como si fuera el uso de una mentira. Todo lo contrario, es la reconstrucción deliberada de una interpretación que surge de las pruebas y del derecho que resulta más favorable a sus intereses. Para lograr este objetivo de persuasión, la metáfora actúa por substitución, ya que se realiza una comparación en la cual la presentación de los hechos seleccionados y del derecho es substituida por los eventos que efectivamente sucedieron y por el derecho que se corresponde a aquellos eventos, ya que es imposible una reproducción exacta del conflicto28.
De esta manera, en este plano de carácter más filosófico a través del cual se explora esta íntima relación entre el derecho y el teatro, los conceptos de metáfora y de ficción permiten entender como el derecho, a través de su texto, se escenifica y, con ello, reproduce un sentido29.
Christian Courtis explica que una de las similitudes básicas entre el teatro y el derecho consiste en la proyección de un texto (del guión en la obra dramática y de las normas en el caso del derecho) hacia la escena. Esta proyección es la escenificación que se produce a través de la traducción de las directivas del texto. El propósito de ella es reproducir el sentido contenido en él, esto es, comprenderlo. En el caso del teatro, la representación dramática recrea la intención global de la obra de manera que el público aprecie una unidad significativa. Por su parte, en el derecho, la aplicación fáctica de las normas legales muestra un aspecto similar: el recurso a la existencia de una autoridad para la imposición de un deber legal no confiere la legitimación al sistema, sino que debe haber alguna referencia a las razones por las que se aplica una regla30.
Esta recreación del sentido que posee el texto se realiza por mecanismos similares en un caso y en el otro. En el teatro, es el resultado colectivo de la interacción del director, técnicos y de cada uno de los actores en sus respectivos roles. Por su parte, en el derecho, también se asiste a una interacción de una multiplicidad de actores. El litigio judicial es el claro reflejo de ello: cada uno de los diferentes participantes en un juicio pone en juego los elementos que determinarán finalmente la transcripción del texto legal en la escena social. De esta manera, si el derecho se ve en la necesidad de simplificar parte de la realidad para codificarla, luego, cuando se requiera que opere sobre situaciones reales, volverá a traducir la codificación textual a circunstancias de la vida fáctica. derecho y teatro poseen la misma forma de actuar31.
Por otra parte, cabe resaltar que, en esta reproducción del sentido, la representación teatral y el juicio, cuando éste es público, cumple una función social: constituir un valor educativo que consiste básicamente en proyectar un mensaje, a través de la actuación de ambos, a la esfera social32.
Por último, cabe mencionar que la representación dramática que tiene lugar en el juicio activa la capacidad, por parte de aquellos llamados a decidir, de lo que el caso hace aparecer como verdadero33. Esta cuestión, por su importancia, merece unas palabras en especial.
La verdad como ficción
El concepto de verdad, desde el punto de vista del conocimiento histórico, alude a una relación de conocimiento, la que se establece entre un sujeto cognoscente y el objeto conocido, o a conocer, trascendente a él. Desde este ángulo, se trata de una representación ideológica correcta de una verdad ontológica. En ella, está contenida una concepción subjetiva, psicológica, relativa al sujeto cognoscente, por la cual se expresa el éxito o el fracaso de la actividad emprendida, conforme a su finalidad. Este éxito o fracaso puede ser medido tanto en términos absolutos como relativos, según que el resultado de la tarea en la cual uno se avocó se haya aproximado, en más o en menos, a conocer una verdad como juicio sobre la relación de conocimiento34.
Esta noción de la verdad implica una idea cultural respecto de ella, en tanto se refiere a una teoría del conocimiento que se corresponde con la racionalidad propia de nuestra historia de la cultura. Esto es en función de que, en palabras de Hassemer,
los modelos de comprensión escénica con los que un derecho procesal ordena y garantiza la producción del caso han de estudiarse teniendo en cuenta que son expresión de cada cultura35.
Desde el punto de vista de la antropología, y en palabras de Geertz,
el aspecto jurídico de las cosas no es un conjunto limitado de normas, reglas, principios, valores o cualquier otra cosa a partir del que puedan plantearse respuestas legales a una serie de acontecimientos destilados, sino parte de una manera determinada de imaginar lo real36.
En otro nivel de análisis, de características más formales, el procedimiento judicial es, en gran medida, un método de investigación histórica ya que uno de sus fines consiste en el intento de averiguar la verdad acerca de una hipótesis histórica, positiva o negativa, que constituye el objeto del juicio. Esta búsqueda es la de obtener una certeza sobre una imputación, más allá de la intención de las partes en persuadir respecto a sus intereses. Certeza que expresa el juicio positivo del sujeto cognoscente acerca del resultado de la actividad cognoscitiva: quien conoce pasa a estar convencido de haber alcanzado la finalidad de la acción, es decir, de conocer la verdad37.
Este proceso de reconstrucción implica dos tipos de procedimientos mentales que deben llevarse a cabo. Por un lado, el establecimiento de una correspondencia fáctica de los hechos acaecidos con las pruebas que así lo señalan y, por el otro, de esos hechos con unos determinados presupuestos normativos. Lo que se realiza no es otra cosa que un silogismo en el que se llega a una verdad procesal como verdad aproximativa, en razón de la imposibilidad de formular un criterio seguro de verdad. La certeza que se alcanza, por ende, es la expresión de un ideal inalcanzable. Es la aproximación a un concepto ideal de una perfecta correspondencia. Concepto de verdad que se convierte en una garantía de que la decisión adoptada no lo es por criterios meramente “decisionistas”38. En definitiva, no es otra cosa más que una ficción.
Estas conclusiones llevan a realizar una serie de distinciones respecto de cuáles son las ideas de verdad que pueden llegar a estar involucradas en un ritual judicial. Tradicionalmente, se ha realizado una distinción entre una verdad real, material e históricamente objetiva frente a otra meramente formal. Esta contraposición no se origina en distintas concepciones sobre su significado, sino producto de las formas jurídicas con las que se plasmaron los distintos sistemas de enjuiciamiento penal a lo largo de la historia39.
Así, en el oscurantismo inquisitivo no estaba permitido recurrir a la observación y a la inducción para conocer y formular leyes sobre la realidad natural sino que recurría a un conocimiento revelado para deducir de allí la verdad. En el establecimiento de un castigo, el camino a recorrer lo era a través de una herramienta principal: la tortura que conduciría a la confesión. Con ella, se creía que lo que se había descubierto no era otra cosa que la verdad real de lo acontecido. Por su parte, en las sociedades anteriores a la formación del Estado nacional moderno y carentes de un poder central fuerte, para solucionar los conflictos, en el procedimiento se recurría a la confrontación entre las personas o grupos en pugna, en espera de que la divinidad, mediante el triunfo de la confrontación, indicara la decisión justa del caso, es decir, al vencedor. Las ordalías, los juicios de Dios y el combate judicial eran ejemplos en la consecución de esta verdad formal que no se correspondía necesariamente con lo históricamente acontecido40.
En definitiva, el proceso penal, y más específicamente, el juicio oral y público, establece una verdad aproximativa. Una verdad procesal que no es más que una serie de correspondencias, al igual que toda metáfora, que le da sentido a la representación escénica que tuvo lugar. En otras palabras, la ficción es parte de la realidad a la cual se arriba en el juicio, al incorporarse en él procesos narrativos y dramatúrgicos41. En este sentido, derecho y teatro, en sus propios rituales, comparten ser una ficción.
El ritual y el espectáculo judicial.
Una imagen cultural
Tanto la sociología como la antropología han revitalizado la función del ritual al estudiar su influencia en las sociedades seculares. La fuente de inspiración ha sido Durkheim, en tanto vio al rito como un elemento de comunicación que cumple una función integradora de valores: la sociedad no es simplemente un conjunto de acciones, sino también una realidad moral que ejerce su influencia en las personas42. Para él, los sentimientos sociales mantienen su fuerza y vitalidad por medio de prácticas rituales periódicas. Estos rituales marcan la vida social y proporcionan un marco de referencia específico para la expresión y la liberación de la emoción popular. Así, para el sociólogo francés, los rituales de la justicia penal (es decir, el juicio público, la determinación de una sentencia, y la ejecución del castigo) son la encarnación y representación formal de la conciencia colectiva al ser el mecanismo a través del cual la sociedad crea y regenera los valores compartidos que hacen posible la vida social43. Estas conclusiones llevan a detenerse en la importancia del ritual.
El ritual secular como expresión del poder
El rito ha sido definido como un acto individual o colectivo que siempre, aún en el caso de que sea lo suficientemente flexible para conceder márgenes a la improvisación, se mantiene fiel a ciertas reglas que son, precisamente, las que constituyen lo que hay en él de ritual. Desde la perspectiva antropológica, los ritos constituyen, de esta manera, el soporte más fijo en el que se puede basar un observador para describir y reconstruir un fenómeno social, a través de una profundización de la significación global de la actitud ritual44. En otras palabras, el ritual es un sistema codificado de prácticas, con ciertas condiciones de lugar y de tiempo, poseedor de un sentido vivido y un valor simbólico para sus actores y testigos, que implica la colaboración del cuerpo y una cierta relación con lo sagrado45. En definitiva, se trata de un comportamiento simbólico que es repetitivo y está estandarizado socialmente46.
Los rituales cumplen varias funciones. Por un lado, dichas conductas expresan y liberan la inquietud humana ante el cuerpo y el mundo, su transformación y aniquilamiento; por el otro, se constituye en un mecanismo de mediación con lo divino o con ciertas formas de valores ocultos o ideales; y, finalmente, refuerza el vínculo social a través de su función de comunicación y de regulación47.
En todo proceso ritual, el elemento simbólico es importante a tener en cuenta. Tal como lo señala Victor Turner, en los rituales, los símbolos poseen distintas propiedades: la condensación, la unificación de referentes dispares y la polarización del significado. Así, un símbolo representa muchas cosas a la vez; sus referentes no son todos del mismo orden lógico, sino que proceden de muy diversos dominios de la experiencia social y de la evaluación ética y tienden a agruparse en torno a polos semánticos opuestos. En un extremo se encuentran los referentes relativos a hechos sociales y morales; en el otro, los referentes a hechos fisiológicos. De tal manera, que los símbolos vinculan el orden orgánico con el sociológico y el moral, al proclamar una unidad religiosa fundamental por encima de cualquier conflicto que pueda producirse entre y dentro de dichos órdenes48.
Tradicionalmente, la interpretación simbólica de la acción social colectiva sólo se detuvo a analizar los ritos religiosos. El estudio de Durkheim antes mencionado es un claro ejemplo de ello. Su explicación funcional hace resaltar el modo en que la estructura social de un grupo se ve fortalecida y perpetuada por la simbolización ritual o mítica de los valores sociales subyacentes que en ella descansa. Con el tiempo, la antropología social llevó las herramientas de este tipo de análisis a las sociedades más modernas de características seculares. Así, se llegó al interés de interpretar simbólicamente las ceremonias seculares públicas49.
En este sentido, se puede señalar que las distintas interpretaciones sobre los rituales pueden agruparse en dos ejes principales: por un lado, el de los rituales mágico-religiosos, que insisten en el sentido de lo sagrado y, por el otro, los rituales seculares, tanto solemnes o corrientes, masivos o privados, políticos o corporales. En estos últimos, se manifiesta una estrecha vinculación entre la secularización y la desacralización: efectos de una vasta emancipación de la sociedad civil frente a las instituciones religiosas. No es una separación de lo sagrado, sino un desplazamiento de ello: lo sagrado tiende a transformarse en cierto número de objetos, actitudes, seres o instituciones, hasta el punto de que no siempre es fácil reconocerlo50.
Es el campo ideológico-político el que constituye una alternativa privilegiada de las creencias y los rituales religiosos. Las instituciones son el ámbito en el que emanan los regímenes rituales más notorios: aparatos legislativos, judiciales, diplomáticos, en el que la teatralización de los papeles pretenden solemnizar, cuando no sacralizar, la presencia del poder y de los representantes del orden social. Así, los ritos seculares cumplen funciones principalmente en materia de poder y de control: favorecer su legitimación; afirmar un sistema de jerarquías y estatus (que permite a los personajes principales aparecer regularmente en ceremonias o a través de los medios de comunicación); y rescatar su dimensión moral confirmada por un sistema de recompensas y sanciones51.
Geertz analiza estas circunstancias en el Bali del siglo xix. Señala como las ceremonias estatales, en dicha isla,
eran teatro metafísico, teatro designado para expresar una visión sobre la naturaleza última de la realidad, y, al mismo tiempo, para modelar las condiciones de vida existentes de tal manera que resultasen consonantes con dicha realidad; es decir, teatro para presentar una ontología, y, al presentarla, hacer que ocurra, convertirla en realidad.
Era la constitución de un Estado-teatro en el que los rituales reales representaban, en la forma de espectáculo, el fundamento del poder y como el arte de gobernar es un arte dramático52.
Más allá de que hoy en día se haya asistido a un proceso de racionalización respecto de un poder estatal que se secularizó, lo cierto es que el poder político sigue aún rodeado por rituales que gobiernan la interacción con la sociedad53.
El ritual y el drama social
En el ámbito de estos rituales seculares, estudios como los llevados a cabo por Geertz, señalaron la importancia de la interpretación de la variable cultural, a través de la distinción analítica de los aspectos culturales y sociales de la vida humana, para tratarlos como factores independientes aunque mutuamente interdependientes, con el fin de obtener una explicación funcional que sea capaz de tratar más efectivamente los materiales históricos54.
Esta explicación parte de una idea previa: la metáfora. En palabras de Max Black, “tal vez todas las ciencias deberían comenzar con una metáfora y terminar con el álgebra; y seguramente sin la metáfora jamás habría habido alguna álgebra”55. La metáfora es una fusión instantánea de dos ámbitos de la experiencia distintos en una sola imagen. Los sistemas filosóficos complejos siempre procedieron de premisas metafóricas, las que, en general, tuvieron en mente a la naturaleza. No obstante, Victor Turner consideró que, en los procesos sociales de interacción, el modelo a utilizar como metáfora es el cultural, y no el biológico. A partir de dicha equiparación, cuando en esa interacción los intereses y actitudes de los individuos y grupos están en abierta oposición, es el concepto de drama social el que puede explicar ese proceso social. El drama social no es otra cosa que un conflicto56, el cual asume unas características estéticas y un proceso narrativo que es capaz de multiplicarse en resultados impredecibles y creativos57.
El drama social es aquel proceso ritual que se desarrolla en función de dicho conflicto en el que se pueden visualizar distintos momentos: la ruptura con lo normal, la cual es causa de la tensión; un estado de crisis en función de dicha ruptura; que permite pasar a una acción reparadora que limita el crecimiento de ese estado de crisis; y, finalmente, una etapa de reintegración social en el grupo58.
La investigación que Geertz realizara respecto a la riña de gallos en la isla de Balí es útil para comprender la función ritual que posee el juicio y cómo éste debe ser entendido a través de una interpretación simbólica. Ésta parte de una interpretación cultural con el fin de analizar la interacción social y el conflicto en la sociedad. En sus palabras, “(l)os juicios de los tribunales, las guerras, las discusiones políticas, las disputas sobre la herencia y las discusiones callejeras se comparan con las riñas de gallos”; ello, en función de que, para los balineses, existe una íntima identificación del gallo con el hombre59. Así, esta riña es, en primera instancia, un sacrificio de sangre ofrecido a los demonios, a fin de apaciguar su hambre voraz de caníbales. De esta manera, “(e)n la riña de gallos, el hombre y la bestia, el bien y el mal, el yo y el ello, la fuerza creadora de la masculinidad excitada y la fuerza destructora de la animalidad desencadenada, se funden en un sangriento drama de odio, crueldad, violencia y muerte”60. Lo que el balinés aprende de ella es ver tanto una dimensión de su propia subjetividad, como el temperamento de su sociedad. Es un agente positivo en la creación y mantenimiento de la sensibilidad social61. Como veremos más adelante, este sacrificio que se lleva adelante en una riña de gallos, junto al resto de sus funciones, no es otro que el que se realiza en un ritual judicial.
La importancia de este estudio radica en que es la ilustración de cómo la expresión simbólica de ideas abstractas representa la realidad social. En este sentido, al igual que la riña de gallos no es simplemente un entretenimiento, los juicios tampoco pueden ser entendidos únicamente desde una perspectiva práctica62. Una interpretación racional, en términos Weberianos, de que los tribunales de derecho se convirtieron en unas instituciones carentes de pasiones, gobernadas por la rutina y la burocracia, no llega a comprender en su total dimensión la naturaleza del proceso penal.
Una idea similar se puede extraer del análisis que Garland realiza respecto a esta problemática. Para él, los rituales son acontecimientos sociales muy específicos, al operar dentro de una comunidad de creencias compartidas, y así afirmar sus prácticas en las relaciones sociales, autoridades y tradiciones de esa comunidad. Ellos no sólo “expresan” emociones, sino que también las suscitan y organizan su contenido de forma tal que proporcionan una especie de teatro didáctico por medio del cual se enseña al espectador qué sentir, cómo reaccionar y cuáles sentimientos exhibir en esa situación. Así, los rituales son ceremonias que, mediante la manipulación de la emoción, despiertan compromisos de valor específicos en los participantes y en el público, y actúan como una especie de educación sentimental, por la que se genera una mentalidad y una sensibilidad definida. De esta manera, ese público considera a los juicios tanto mecanismos instrumentales que juzgarán al agresor individual, como la reafirmación simbólica del orden y la autoridad que le permitirá manejar los sentimientos de desorden e inseguridad que el crimen introduce en su existencia. Los rituales penales manipulan las formas simbólicas como un medio para educar y tranquilizar al público. En este sentido, es un ritual que se enmarca en el ámbito social63.
La palabra jurídica y la ocultación del ritual judicial
En la historia judicial, el rito se contrapuso a la palabra. La tensión entre uno y otro es lo que permitirá comprender el rol que cumple el ritual judicial. En la antigüedad, la verdad que se originaba en la resolución del conflicto se identificaba con la palabra formulada por la persona habilitada por el rito y en las condiciones previstas por la tradición. Así, la verdad que surgía del contenido de la palabra mágico religiosa era confirmada gracias al ritual: ésta encarnaba la realidad, al operar dentro del campo de lo mágico y de lo sagrado de forma tal que se la confundía con la acción. La eficacia de esta palabra-acción estaba instituida por la propia virtud del mundo simbólico-jurídico: ella resolvía el problema de lo verdadero y lo falso en función de la confirmación ritual. La palabra mágico-religiosa funcionaba como un proceso de adivinación, era una ordalía, era el atributo de un privilegio sagrado: no buscaba nunca la conformidad o ratificación del grupo social64. Así la divinidad acudía a iluminar la verdad y resaltar el valor justicia, por intermedio de un signo físico fácilmente observable que establecía cuál era la razón65.
Mas, poco a poco, este tipo de verdad fue desplazándose de la adivinación a una palabra pública que tomaba su fuerza: ya no de lo sobrenatural, sino de la aprobación de un grupo de guerreros. La aparición de esta forma de palabra, la jurídica, era inseparable de un espacio que le daba su cualidad. Así, en el círculo ateniense, símbolo de la comunidad democrática, la palabra individual podía convertirse en ley, es decir, en una palabra colectiva, atemporal y normativa. El rito no desaparecía, pero cambiaba de sentido. La palabra aparece en escena en pos de un nuevo concepto de verdad. Es pública y con dicha publicidad se refuerza su afirmación de lo verdadero a través de la ratificación de ella por parte del grupo social. La única manera de que ello fuera posible era a través de la manifestación pública del ritual66.
En términos de Foucault, se asiste a una forma singular de producir la verdad, de establecer la verdad jurídica: se pasa
por una especie de juego, prueba, por una suerte de desafío lanzado por un adversario al otro. Uno lanza un desafío, el otro debe aceptar el riesgo o renunciar a él.
Es la palabra que se manifiesta a través de una prueba, el juramento. No se busca la comprobación, no hay averiguación alguna. Es simplemente una prueba que se manifiesta a través de un ritual: de un desafío que se expresa a través de la palabra67.
La verdad toma una nueva forma. De un discurso profético y prescriptivo se pasa a una enunciación sobre lo verdadero producto de un discurso retrospectivo. Ya no es más una profecía, sino un testimonio. Se asiste a la aparición de una nueva forma de saber y con ello, de poder68. Es el advenimiento de una palabra con otra racionalidad. Palabra que marca la victoria del poder de la ciudad, de la consagración de una capacidad del derecho y de su lenguaje. En esta nueva racionalidad, lo simbólico se mantuvo vigente. El ritual, a través de un debate que asegurara la regularidad, era necesario para que la verdad emergente fuera tal69.
La verdad que se obtenía de estas formas de manifestación de la palabra sufrió una transformación: la indagación apareció en la Edad Media como una forma de investigación de lo verdadero en el seno del orden jurídico. Se necesitaba saber quién hizo qué cosa, en qué condiciones y en qué momento. Es que unas nociones nuevas habían aparecido: la infracción y, consiguientemente, el soberano como parte lesionada que exigía una reparación70. Para ello, el ritual tuvo que transformarse, mejor dicho, ocultarse. Un nuevo régimen de prueba se vinculaba con esta práctica judicial de la indagación. En él, quien hubiese cometido el crimen podía presentarse y decir ser el autor. La tortura fue un nuevo ritual, una nueva prueba de verificación a partir de la cual se obtenía la verdad.
Lo espectacular pasó a ser el tormento. De allí que uno bien se pueda preguntar qué significaba esta puesta en escena. Duvignaud señala que a lo largo de estos actos de teatralización, parecía que la naturaleza, al tomar su desquite de la cultura, representaba la muerte y la destrucción temida e inevitable. Así, el tormento acumulaba en torno suyo todas las emociones y significaciones afectivas que su destrucción implicaba71.
En palabras de Michel Foucault, el suplicio que tiene lugar frente a todos es
un ritual organizado para la marcación de las víctimas y la manifestación del poder que castiga, y no la exasperación de una justicia que, olvidándose de sus principios, pierde toda moderación [...] El cuerpo supliciado se inscribe en primer lugar en el ceremonial judicial que debe exhibir, a la luz del día, la verdad del crimen72.
Así, el cuerpo del condenado es
exhibido, paseado, expuesto, supliciado, debe ser como el soporte público de un procedimiento que había permanecido en la sombra; en él, sobre él, el acto de justicia debe llegar a ser legible por todos73.
Es que este ritual no es otra cosa que un acto político de reafirmación de una autoridad, es decir, el triunfo del soberano.
El renacimiento del espectáculo judicial
Mas con el tiempo el espectáculo cambió de escenario. Fue el proceso penal el que cumplió estas funciones dramatúrgicas propias de la ejecución del castigo impuesto. Así, el papel que la tortura y la penal capital del Antiguo Régimen tenían dentro del esquema de poder pasó a estar realizado por el ritual del juicio, el que se correspondía con las nuevas sensibilidades y mentalidades culturales imperantes en el proceso de civilización: el escepticismo en las ejecuciones públicas minaba el orden, en vez de reforzar las normas sociales74.
En términos de Foucault, la “sombría fiesta punitiva” va extinguiéndose. Desaparece el “espectáculo punitivo”, el cual se convierte en un nuevo acto de administración. Así, el
castigo ha cesado poco a poco de ser teatro. Y todo lo que podía llevar consigo de espectáculo se encontrará en adelante afectado de un índice negativo. Como si las funciones de la ceremonia penal fueran dejando, progresivamente, de ser comprendidas, el rito que ‘cerraba’ el delito se hace sospechoso de mantener con él turbios parentescos.
De esta manera, “el castigo tenderá, pues, a convertirse en la parte más oculta del proceso penal”. De allí que será la “publicidad [...] de los debates y de la sentencia”, en donde descansará la luz. Y, con ello, el sitio donde el espectáculo quedará radicado75.
La conformación del juicio penal público en los sistemas de enjuiciamiento penal occidentales, entre fines del siglo xviii y la centuria siguiente, fue una oportunidad para reflejar, de esta manera, la racionalidad imperante en el proceso de imposición del castigo estatal. Las “ceremonias” penales pasaron a ser predecibles, eficaces e incruentas76. Los procesos rituales del conflicto penal se confinaron al tribunal y a las instancias de condena y sentencia, y no a su ejecución.
Tal como lo describe Douglas Hay, en la sala de audiencia, cada acción de los jueces estaba dirigida por la importancia del espectáculo, en tanto había una conciencia que los tribunales eran plataformas que se dirigían a la multitud. En el procedimiento, dos escenas eran pruebas del poder de los jueces. Por un lado, en el paternalismo en la que dirigían sus instrucciones al jurado que representaba a la comunidad toda y, por el otro, en el poder y la pasión de la venganza justa que implicaba la pena que imponían. Así, en este ritual, se evocaban los más poderosos componentes psíquicos de la religión77.
Con igual sentido, Jeremy Bentham llamaba a aquel lugar en que se desarrollaba esta ceremonia, la sala de audiencia, “el principal teatro de la justicia”, y a la sala del juez, un “pequeño teatro de justicia”78. Esta visión suya se correspondía con la idea de espectáculo que consideraba que tenía que tener el castigo, al considerar a la prisión como un “teatro moral”, cuyas representaciones imprimen el terror al delito79. Esta concepción dramatúrgica la acentuaba al señalar que:
(l)as mismas ficciones teatrales, envueltas en todo aquello que puede mantener la ilusión, son débiles y fugitivas como las sombras, en comparación a esos dramas reales que muestran en su triste verdad los efectos del crimen, la humillación de los culpables, la angustia de sus remordimientos y la catástrofe de su condenación80.
Sin embargo, como bien advierte Anitua, hay un supuesto peligro en que la disposición escénica en sí misma sea una metáfora de la justicia (y de la política), por las diferencias que existirían entre la ficción y la “realidad”. Ejemplifica ello con las palabras de Rousseau, cuando éste realiza una crítica tanto de la analogía del teatro con las actividades sociales, como del teatro mismo, al decir que:
¿En qué consiste el talento del comediante? En el arte de fingir; de revestirse de un carácter distinto al suyo, de parecer diferente a cómo se es, de apasionarse a sangre fría, de decir algo distinto de los que se piensa con tanta naturalidad como si se pensara de verdad y, en fin, a olvidar el propio lugar a fuerza de ocupar el de otros81.
Peligro que se transformaría en una virtud si dicho “espectáculo” se convierte en una “fiesta”:
convertid a los espectadores en espectáculo, hacedlos actores, haced que cada cual se vea y se guste en los demás para que de ese modo todos se encuentren más unidos82.
De allí que, para no caer en dicho peligro, el objetivo a perseguir sea comprender al proceso penal como una profunda representación dramática en el que el propio público forme parte también del espectáculo83.
Para lograr dicho objetivo, antes de continuar, se torna necesario señalar cuáles son los elementos fundamentales que constituyen al ritual judicial como un espectáculo.
El ritual judicial. Ficción e imagen cultural
La atracción del teatro por la justicia posee una significación que sobrepasa las analogías meramente formales. En el juicio, las similitudes con la obra teatral emergen inmediatamente: hay una serie de actores que se confrontan a través de la palabra, sobre un espacio determinado, delante de un público reunido por el drama que se juega delante de ellos. Más allá de que sus objetos parecieran distintos, ya que un caso se persigue un supuesto entretenimiento que en la adjudicación del castigo no estaría presente, lo cierto es que la comparación entre uno y otro deviene insoslayable84.
Las estructuras de ambos son similares. El juicio se constituye en un espectáculo trágico en el que se representa a un hombre confrontándose con su destino. En el proceso penal, como en la tragedia, se excava en el pasado del acusado en búsqueda de un signo, un detalle que aclare el crimen o que lo resuelva. El acusado se convierte en un personaje teatral de carne y hueso, por más que parezca un espectador extraviado en el escenario: si bien es un personaje real de la historia, no siempre porta una vestimenta o simbología que lo identifique como al resto de los personajes alegóricos85.
El juego como fenómeno cultural
La fuerte relación entre el teatro y el proceso judicial no sólo se refleja en la representación teatralizada del conflicto que estructura a ambos, sino también en la apuesta misma de esa representación. Así, uno de los principales elementos en común que debe destacarse coexistente en cada uno de ellos, aunque en proporciones distintas, es la presencia de la idea del juego. Ésta permite descubrir la proximidad de la justicia con el teatro86.
El juego, al poseer una función social, es un fenómeno cultural, el cual se encuentra en todas las grandes formas de la vida colectiva, entre ellas, el funcionamiento de la justicia. En palabras de Johan Huizinga, el juego auténtico, puro, constituye un fundamento y un factor de la cultura; el cual se desenvuelve dentro de un campo que está marcado de antemano, desarrollándose con las mismas formas de la acción sagrada. Así,
(e)l estadio, la mesa de juego, el círculo mágico, el templo, la escena, el estrado judicial, son todos ellos, por la forma y la función, campos o lugares de juego; es decir, terreno consagrado, dominio santo, cercado, separado, en los que rigen determinadas reglas. Son mundos temporarios dentro del mundo habitual, que sirven para la ejecución de una acción que se consuma en sí misma87.
En igual sentido, Caillois, afirma que toda institución funciona en parte como un juego88; y que el derecho es una de las instituciones sociales que puede ser considerada como tal:
el código enuncia la regla del juego social, la jurisprudencia lo extiende a los casos de litigio y el procedimiento define la sucesión y la regularidad de las jugadas. Se toman precauciones para que todo ocurra con la claridad, la precisión, la pureza y la imparcialidad del juego. Los debates se realizan y el fallo se pronuncia en un recinto de justicia, de acuerdo con un ceremonial invariable, que evocan respectivamente el aspecto dedicado al juego [...], la separación absoluta que debe aislarlo del resto del espacio mientras dure la partida o la audición y, por fin, el carácter inflexible y originalmente formal de las reglas en vigor89.
Una de las primeras distinciones que Caillois realiza es una clasificación entre diferentes formas de juego. Así, distingue los juegos de competencia (agón), los de azar (alea), los de máscara (mimicry) y los de vértigo (ilinx). En el primer caso, se está en presencia de una lucha en que la igualdad de oportunidades se crea artificialmente para que los antagonistas se enfrenten en condiciones ideales, con posibilidad de dar un valor preciso e indiscutible al triunfo del vencedor. Una de las características esenciales del agon es ser espectáculo. En el alea, por el contrario, la decisión no depende del jugador, se trata menos de vencer al adversario ya que la victoria es sobre el destino. Mas algo comparten en común: la creación artificial de la igualdad entre los jugadores que la realidad niega a los hombres. En tercer lugar, las máscaras son la representación de la posibilidad de uno ser un personaje ilusorio y conducirse en consecuencia en un universo ficticio. Por último, los juegos de vértigo consisten en un intento de destruir, por un instante, la estabilidad de la percepción y de infligir a la conciencia lúcida una especie de pánico90.
En el teatro y en la justicia, varias formas de juego pueden realizarse, pero dos de ellas dominan sobre las otras: por un lado, las máscaras de los personajes en escena y, por el otro, el ritual agonal que los enfrenta. Tal como lo señala Caillois, toda competencia es en sí un espectáculo que necesita de la presencia del público y en la que los protagonistas son aplaudidos cada vez que se anotan un punto al igual que cuando vencen. Éstos terminan por ser unos personajes distintos, disfrazados en función de esta representación91.
El ritual y las máscaras
El juego es siempre espectacular. De la misma manera, el teatro y el proceso judicial tienen la idea del espectáculo como elemento en común. Este fenómeno se verifica en todas las civilizaciones. Los protagonistas se confrontan verbalmente delante de un público que, dependiendo del caso, será el pueblo, la tribu, las personas que asisten a una audiencia judicial o aquellas que simbolizan al pueblo en nombre de aquél. Por otra parte, el juego es una actividad meticulosamente reglada que se desarrolla en una espacio determinado, el cual es un lugar sagrado92.
Al interior de éste, la actuación de los actores sigue reglas específicas, que derogan las prácticas de la vida ordinaria, a través de unos gestos, unas palabras y de unas vestimentas. Al igual que los actores de teatro que juegan con unos trajes, los oficiales de la justicia son arropados con una toga (en más de un país) que evoca tanto los orígenes religiosos de la función judicial como la forma propia del juego de la máscara. El proceso judicial son máscaras, un juego de simulacro donde los actores se disfrazan; es decir, que se quitan su identidad singular y su apariencia ordinaria para representar la de un personaje simbólico que se comporta de una manera reglada que es distinta al de la vida cotidiana93. En palabras de Duvignaud, en el transcurso de “las ceremonias que encarnan la práctica social más intensa, los miembros de una comunidad asumen tipos o individualidades fijados por una tradición, la mayoría de las veces figurados por medio de máscaras”94.
La cuestión de la vestimenta no es una cuestión menor. En el juego de máscaras, no significa solamente un cambio de personalidad por parte de su portador, sino que asimismo se constituye en un corte con aquellos que no la llevan puesta. Es algo sólo reservado a los miembros de la representación que se lleva a cabo. En las sociedades primitivas, las máscaras transforman a los oficiantes en dioses, en espíritus, en ánimas ancestrales, en todas formas de fuerzas sobrenaturales; esto es, encaran poderes políticos, en tanto pueden manipular el misterio que representan. Así, las máscaras se convierten en un lazo social, de forma tal que sus portadores mantienen la cohesión social95.
De esta manera, la instancia judicial encarna y representa las reglas que están por encima de la sociedad. Los jueces, a través de sus vestimentas, de sus máscaras, reproducen la idea de la Justicia, la cual no puede estar identificada con los hombres ordinarios. Su rol consiste, precisamente, en proceder en su nombre, al hablar de una manera apropiada: el lenguaje del proceso no es únicamente el lenguaje del derecho; es un lenguaje ritualizado que posee formas características del acto judicial. Se produce una metonimia en la cual el tribunal es designado como la Justicia, mas no lo es, sólo la representa: la Justicia habla por su boca al resolver un conflicto que enfrenta a los hombres. Por todo ello, el ritual judicial que tiene lugar en el espacio consagrado a la Justicia no es el desarrollo del conflicto, sino su representación. Es el juego de ese conflicto. Es la mimesis propia del teatro que se realiza en el ámbito judicial, la cual se funda en el instinto lúdico inscripto en los hombres que hace que tiendan a representar y de encontrar placer en dichas interpretaciones96.
Un ritual agonal
La palabra agon designaba una asamblea de dioses, o el lugar en que dicha asamblea tiene lugar. Lo agonal representaba la fiesta que realizaba el dios Agonio. Hoy en día es otro tipo de reunión la que se celebra. En ellas, la competencia es lo que prima: los juegos son agonales o no, si en ellos están en disputa dos campos o dos individuos. En ese juego, los protagonistas97 se enfrentan con armas iguales a través de sus habilidades, en los que se considera como un entretenimiento apropiado. De estos juegos, la lucha oratoria es un elemento común tanto en el teatro como en la Justicia. De allí que, lo agonal permita evocar diversas actividades colectivas: el ritual religioso, el teatro y la acción judicial98.
Tal como lo señala Huizinga, todo proceso judicial posee el carácter de disputa. La contienda judicial valía, entre los griegos, como agon, como una pugna sometida a reglas fijas que se celebraba con formas sagradas y en la cual las dos partes contendientes apelaban a la decisión de un árbitro. Este carácter de disputa se mantiene hoy en día en el desarrollo de la contienda jurídica que parte de esta naturaleza agonal. Formas sagradas que se revelan en el espacio mágico en el que se pronuncia lo que es justo99.
De esta manera, el proceso es una pugna por quién tendrá el derecho, una lucha por ganar o perder. Este elemento de victoria se puede apreciar en las formas más antiguas de disputa judicial. No sólo en el duelo judicial, sino también en las ordalías y en los juicios de Dios, en los cuales el Dios resolvía quién vencía y quién perdía. Cuando el individuo se enfrentaba a la prueba era un tipo de competencia en la que se lo evaluaba frente a un adversario imaginario: la suerte. Ella pronunciaba el juicio definitivo a través de una disputa en sí misma sagrada100. Las ideas de la voluntad de Dios y de la fatalidad de la suerte se encuentran completamente mezcladas. Así, la balanza de la Justicia es la balanza de la incierta perspectiva de ganancia, en la que se pesa quién es el vencedor. Un ejemplo de esta idea de ganancia se puede encontrar en el canto xviii de la Ilíada, en la que se representa un tribunal actuando dentro de un círculo sagrado, en el que se hallan sentados los jueces, y en cuyo centro hay dos talentos de oro para el que pronuncie la sentencia más justa101.
La administración de justicia secular que primará por sobre los juicios de Dios no perderá su forma lúdica. Entre otros, el elemento de apuesta estaba presente. El que acusaba apostaba en el proceso por su derecho. El derecho inglés conoció, por ejemplo, dos formas de procedimiento que llevaba por nombre el de apuesta, wager: el wager of battle, en el que el demandante está dispuesto al duelo judicial, y el wager of law, por el que se obligaba a reforzar, en un determinado día, su inocencia mediante un juramento102. Por otra parte, también no ha sido extraño que la audiencia apostara sobre el resultado final de la contienda. Por citar un ejemplo, tal como lo relata Huizinga, cuando Ana Bolena y sus cómplices se presentaron ante el tribunal se apostó, en Tower Hall, diez contra uno a que serían declarados absueltos, bajo la impresión de la ingeniosa defensa que había hecho su hermano103.
En este carácter agonal del juicio, no sólo el azar o la apuesta están presentes, sino también una tercera forma lúdica: la lucha de las palabras. En la fase arcaica de esta lucha verbal lo que interesaba eran las observaciones más agudas y contundentes en vez del argumento jurídico mejor construido. Hoy en día, los principios de la oratoria, el arte de persuasión, son un medio válido de convencimiento que es utilizado en la contienda y que no puede dejar de ser tenido en cuenta en un juicio público104.
Esta forma agonal y contradictoria tiene un sentido: el juicio está estructurado en orden a reproducir de una manera particular un conflicto social y de proveerlo de una solución determinada. El carácter de esta dramatización tiene como objetivo presentar a aquellos que tienen que resolver los fundamentos del conflicto social que constituyen la realidad de cada uno de los lados en oposición. Es el intento de imposición de una verdad por sobre la otra105.
La tragedia griega y la catarsis del ritual judicial
Mas no es simplemente el teatro moderno el que evoca la idea del proceso, sino también, más específicamente, lo es la tragedia griega. En ella, dos elementos de naturaleza distinta se distinguen con claridad: el coro y los personajes. En el diálogo de unos con otros. Dualidad dramática que evoca la estructura del proceso. Dos personajes se contraponen, si bien no tienen el mismo valor en el espectáculo, ni el mismo estatus, ni el mismo elemento espacial. De un lado, la soledad de un héroe que confronta a la fatalidad de su destino y, del otro, la masa del coro que no está en la acción pero que forma parte de la tragedia. Esta identidad en la estructura se prolonga por una cierta identidad de naturaleza entre el crimen y la falta en la tragedia: en el proceso, como en la tragedia griega, la acción representada es una transgresión que va a motivar las reacciones del coro. Por otra parte, al igual que el proceso, la tragedia griega es un espectáculo colectivo y nacional. En este sentido, sus temas eran tratados de tal manera que la obra invitaba al espectador a hacer una evocación de ellos con el presente106.
Es que, tal como lo señala Gerard Soulier, no se puede olvidar que tanto el proceso judicial como el teatro son fenómenos de representación; esto es, de traducción del conflicto en palabras de forma tal que lo real se desplaza hacia lo simbólico y lo privado a lo público107.
En esta relación entre el proceso y la tragedia griega, otra correspondencia se desarrolla: la identidad del personaje entre el héroe y el criminal se extiende a través de una identidad sobre la información del personaje, que se establece en los dos casos sobre el modo de la identificación y de la catarsis.
Así, por un lado, en el proceso penal todo es realizado para que el espectador identifique de manera negativa al criminal gracias a la representación viva sobre éste y su crimen. El espectador del proceso penal no encontrará ninguna dificultad en reconocerse con el criminal: el hecho que será juzgado será cercano a su vida cotidiana, inclusive, aún mucho más próxima que la realidad de los personajes o los héroes del teatro. De allí que el ritual tiene que acentuar la diferencia respecto del criminal consagrándolo como un “otro”, estigmatizándolo y separándolo de la sociedad. Se asiste a una degradación simbólica que consiste en presentar al acusado de una manera naturalmente diferente. Ello se realiza, entre otras formas, a través de la separación escénica gracias a su ubicación en el escenario, sea por unas barandas, sea por un banquillo especial. Lo cierto es que jamás podrá estar junto al público, siempre tendrá que estar separado de éste108.
Por el otro lado, la catarsis del proceso es su eficacia en la contemplación del crimen. Aristóteles entendía por catarsis, el efecto producido por la representación de las pasiones y deseos expresados por los personajes imaginarios, sobre los espectadores reales109.
De esta manera, la pasión y la tentación sobre el crimen son compurgadas por el espectáculo del criminal y de su juicio. Así, la catarsis se convierte en una función social del proceso. En éste, el espectador es como si cometiera un crimen por encargo, que le permite asumir y compurgar al mismo tiempo su propia criminalidad a través de la del acusado. El espectáculo del proceso le permitirá integrar su ley, su condición de hombre con sus límites. Es por ende, una catarsis del delito y de la ley, de la transgresión y de su represión, de la individualidad y de la sociabilidad, de la soledad y de la comunicación. En definitiva, es el espectáculo de la condición humana, de su fatalidad110, en el que se incorpora la idea de la venganza primitiva de forma tal que se restablezca la paz civil111. En palabras de Artaud,
(e)l teatro [...] es la revelación, la manifestación, la exteriorización de un fondo de crueldad latente, y por él se localizan en un individuo o en un pueblo todas las posibilidades perversas del espíritu112.
Por todo ello, se puede concluir que el ritual judicial ofrece un espectáculo de una antigua crueldad cometida por otro; la cual, en el juicio, se actualiza sobre el acusado. Sobre él, el espectador compurga sus propios impulsos, y los satisface de manera casi directa y secreta. El ritual judicial disfraza esta operación y carga de responsabilidad únicamente al criminal, de manera que este proceso exorciza los impulsos de crueldad revelados por el delito113.
El sacrificio y un poder en escena
Esta carga de todos los males en el criminal no es otra cosa que un sacrificio de una nueva víctima, la cual cumple una función esencial. René Girard, en su obra La violencia y lo sagrado, explica estas circunstancias. En sus palabras, “el sistema judicial y el sacrificio tienen, a fin de cuentas, la misma función, pero el sistema judicial es infinitamente más eficaz”. Para él, existe una identidad positiva entre la venganza, el sacrificio y la penalidad judicial114.
Girard parte de la constatación que la violencia es un proceso eterno. A su entender, el sacrificio es el que tiene la función de apaciguar las violencias intestinas, e impedir que estallen los conflictos, lo que ayuda al hombre a mantener alejada la venganza. Considera que en el sistema penal, ningún principio de justicia difiere realmente del principio de venganza. El mismo principio de reciprocidad violenta, de la retribución, interviene en ambos casos:
ante la sangre derramada, la única venganza satisfactoria consiste en derramar a su vez la sangre del criminal. No existe una clara diferencia entre el acto castigado por la venganza y la propia venganza. Ésta se presenta como represalia, y toda represalia provoca otras nuevas. El crimen que la venganza castiga, casi nunca se concibe a sí mismo como inicial; se presenta ya como venganza de un crimen más original115.
El sacrificio aparece así como el punto culminante de todo ritual, animal o humano, real o simbólico; cuya función no es tanto expiar una falta como desviar la violencia y poner fin a su escalada. Se encuentra, de esta manera, en la base de las religiones y, posteriormente, de las instituciones jurídicas en las que el ritual cumple un papel preventivo116.
Según Girard, en todas las sociedades, la eliminación ritual del sacrificio, en la que no se diferencia entre una violencia impura de una purificadora, conduce a una crisis sacrificial. La tragedia griega es el período de transición entre un orden religioso arcaico y un orden estatal y judicial, a partir del cual se puede explicar esa crisis sobre la función del sacrificio. La catarsis que se realiza en esta tragedia es la que permite explicar la catarsis del ritual judicial117. Así, en lugar de sustituir la violencia colectiva original por un templo y un altar sobre el cual se inmolará realmente a una víctima, se dispone entonces de un teatro y un escenario donde el destino de un héroe, interpretado por un actor, purgará a los espectadores de sus pasiones y provocará una nueva catarsis, individual y colectiva, saludable para el grupo social118.
La víctima sacrificial humana, para Girard, es el significado de la palabra katharma, una variante del pharmacos. Este sacrificio es la extracción del objeto maléfico en el transcurso de operaciones rituales. De allí que la catarsis que se produce es la purificación religiosa. Así, la tragedia, al cumplir su efecto trágico en términos de catarsis cumple su función reservada en el ritual119. Al igual que ocurre con el proceso judicial, cuya decisión, al sacrificar una víctima, afirma la última palabra de la venganza120.
De esta manera, al entender de Garapon, el mecanismo sacrificial del proceso penal consiste en designar un único responsable entre los elementos que provocan una tensión en común (entre tantos otros, la violencia legítima con la ilegítima, el acusado con el acusador, la culpabilidad con la inocencia) y expulsarlo para lograr entonces hacer cesar el carácter desgarrador de dicha tensión. Es por ello que, en esta reconstrucción, todos los poderes de la sociedad deben de estar reunidos simbólicamente: el judicial, a través de los jueces, el legislativo, a través de la participación ciudadana y el ejecutivo, a través de las fuerzas del orden. Con ello, se representa que la decisión fue un acto en común de toda la sociedad121.
Mas el ritual judicial no es meramente un proceso de catarsis a través del cual se sacrifica a una víctima en pos de controlar lo violento de la sociedad; sino que también es la manifestación de una puesta en escena del poder mismo. A través del ritual, se da al grupo social la ilusión de un orden jurídico y social absoluto, de la misma manera que es una manifestación de la clase dominante122. Todo poder político acaba por obtener la subordinación por medio de la teatralidad. Ésta es la que representa la sociedad gobernada123. Pat Carlen señala seis caracteres que fundan esta ilusión: los símbolos del proceso; las reglas del derecho que parecen homogéneas y como resultado de un consenso moral; coherentes e indudables entre sí; exteriores a todos y de una aplicación que no es discrecional por parte de los agentes sociales; inevitables y no negociables; esenciales y necesarias; en fin, eternas. A partir de ellos, se esconde la realidad de la violencia ejercida en el ritual por parte de aquellos que ostentan el poder124.
El Estado, en el ritual judicial, trata de convertir el desorden social en orden, de manera tal que su poder aparezca como algo natural, anónimo. Si bien el Estado se puede reconocer en el hombre que porta sus insignias, lo cierto es que su poder se realiza en el espacio consagrado a la purgación colectiva de la violencia125. En palabras de Balandier, “un poder establecido únicamente a partir de la fuerza, o sobre la violencia no domesticada, padecería una existencia constantemente amenazada; a su vez, un poder expuesto a la única luz de la razón no merecería demasiada credibilidad. El objetivo de todo poder es el de no mantenerse ni gracias a la dominación brutal ni basándose en la sola justificación racional. Para ello, no existe ni se conserva sino por la transposición, por la producción de imágenes, por la manipulación de símbolos y su ordenamiento en un cuadro ceremonial”126.
En función de todo ello, y tal como lo observa Garapon, el ritual judicial es un medio para el Estado de asegurar su autoridad de manera emocional y simbólica, e igualmente, de amortiguar los riesgos que pueden ocurrir a partir de las desigualdades sociales, al ofrecer a todos los ciudadanos un espacio ideal de igualdad ante la ley. Es la mistificación del ritual127.
El proceso penal como ritual judicial:
espacio, palabras y público
Como se pudo apreciar, el enjuiciamiento penal no es únicamente un ordenamiento legal, sino que también son mecanismos de interacción social en los cuales los distintos actores representan un papel con el fin de hallar una verdad a un conflicto determinado. Es decir, es tanto realidad como ficción. Por otra parte, esta práctica judicial de la cual surge una verdad también es algo más. Es un ritual que se realiza a través de unas imágenes culturales, de unos símbolos altamente significativos. De esta manera, el proceso penal es una práctica cultural la cual no puede ser analizada únicamente como si fuera una ciencia positiva, sino también, en términos weberianos, debe ser comprendida128, e interpretada, tal como lo sostuviera Geertz129. Estas imágenes culturales son parte de un ritual, de un ritual judicial que es el que constituye la naturaleza del proceso a través del cual se llega a la solución de un conflicto penal.
En palabras de Garapon, las que señalara en oportunidad de su tesis doctoral, el grupo social, perturbado por el conflicto, encuentra que el ritual judicial, a través de su espectáculo y de la crueldad que en él se representa, es la reafirmación de la preeminencia del orden sobre el desorden, del derecho sobre el caos, de la Justicia sobre la falta. Este ritual es entendido gracias al proceso de simbolización que se realiza. Así, la mutación de los intereses de la sociedad, de la forma brutal y psíquica del suplicio y de la muerte en la forma más intelectual y simbólica de la pena, debe ser comprendida como un efecto de la cultura. El ritual judicial, por ende, no es un hecho arcaico, sino todo lo contrario; es el resultado del esfuerzo, largo y frágil, de distanciarse de la venganza primaria y de la violencia como respuesta a éstas130.
En función de todo ello, cabe recordar que lo que predomina en este ritual es su puesta en escena, es decir, su visualización por parte de un público. Es por ello que sus símbolos devienen imágenes culturales grabadas en la sociedad, a través de las cuales el ritual judicial cumple sus funciones. Una de éstas, como ya se advirtiera, es arribar a la solución de un conflicto, esto es, el establecimiento de una verdad que ponga fin a la disputa. Mas no cualquier verdad. La ficción que de ella se deriva debe ser el producto de un ritual judicial que, a través de su realización, la convierta en un resguardo para quien se dirige la acción acusatoria. Así, se debe garantizar un modelo de disputa antagónico entre dos partes con igualdad de armas frente a un tercero imparcial y ante un público que equilibre el riesgo de una acusación injusta.
Estas conclusiones llevan a remarcar la gran paradoja del ritual: si su presencia es violenta, su ausencia lo es mucho más131. Sin su simbología, no hay justicia; ya que ninguna puede dejar de lado a sus formas. El secreto sólo llevará a la inquisición sobre el acusado, a su tortura. El conflicto que se desarrolla no es entre dos particulares que tratan de resolver una disputa privada, ya que en uno de los rincones del escenario, donde ésta tiene lugar, se encuentra el Estado con todo su poder132. Es por ello que es imposible de disociar la realización de la justicia de su puesta en escena, el ritual judicial de sus condiciones de existencia.
Por todo ello es que, tanto para comprender este modelo agonal de resolución de un conflicto, como para llevarlo adelante, el proceso penal debe entenderse, por ende, como la dramatización de un conflicto que se lleva a cabo gracias a unas determinadas imágenes culturales y a un proceso de narración de una ficción. Teatralización que origina una catarsis positiva debido a que la comunidad se identifica gracias al sacrificio que se lleva a cabo respecto de la víctima del ritual.
Mas ésta, no es la única función de esta dramatización. Es también la representación de un poder que se expresa a través del ritual. De una puesta en escena en la que el poder se disfraza a los fines de ofrecer un ámbito donde se atemperen los riesgos de la inequidad y la injusticia social, un espacio ideal en el que se representan las máximas de igualdad y justicia. En definitiva, el ritual judicial, también es una dominación simbólica. Es una construcción de unas imágenes culturales congruentes con una visión hegemónica del mundo y, con ello, del un orden social determinado.
Si uno tiene como intención profundizar sobre esta significación del proceso penal como ritual judicial, entonces, se torna necesario realizar una especial mención sobre cuáles son los elementos de éste. Es que en el acto dramático todo se organiza a partir de un aspecto ceremonial: la solemnidad del lugar, la separación entre el público profano y los actores aislados en un mundo estrecho semejante a un universo sagrado, los particularismos de la lengua poética que opone el diálogo teatral a la habladuría cotidiana133. El ritual judicial, en definitiva, como todo acto dramático, comparte estos elementos que se pueden sintetizar en tres: el espacio, la palabra y el público.
El espacio sobre el cual el ritual se practica aparece como una suerte de círculo mágico en el cual los miembros son admitidos a ingresar: el estadio para las competencias deportivas, el templo para las manifestaciones religiosas, el teatro para la tragedia o la comedia, el tribunal para la justicia. Edificios que por su exterior aparecen como monumentales y en los que, en su interior, se separa con claridad al público del espacio en el cual desarrollan su actividad los protagonistas: el coro de la Iglesia, el escenario del teatro, el estrado del tribunal134. Al interior, la apariencia física del espacio está decorada de tal forma que transmite el sentido de solemnidad que el ritual merece por su importancia y seriedad135. Así, el espacio judicial es un ámbito recortado y obligatorio para sus ocupantes; un lugar organizado y jerarquizado que representa la imagen de la Ley. Es un espacio sagrado que se contrapone al caos del mundo profano y que lo reorganiza136.
Mas, el espacio de la audiencia, como el de la representación teatral, no se definen solamente por la delimitación territorial; también están determinados por un tiempo, el cual forma parte de ese espacio. La instancia comienza en un momento preciso, estipulado por las reglas del juego: la elevación del telón y los tres golpes del teatro tradicional; o el anuncio del ingreso de los miembros del tribunal. Los espectadores se silencian o se levantan y la escena se abre al compás que se inicia la representación137. Se trata de un tiempo que no se puede reproducir, único, el cual se desarrolla de manera continua hasta que se arriba a la solución del conflicto. Es un tiempo que evoca otro anterior: un espacio originario el cual se representa a través de toda una simbología que expresa un orden social138.
Por otra parte, tanto el teatro como el ritual judicial están constituidos por palabras. Tal como lo señala Duvignaud,
el teatro es Palabra construida y, de este modo, es revelación dinámica. Desde que el hombre se sirve del lenguaje para tender un puente consigo mismo o con los demás hombres, desde que busca la comunicación sobre los conflictos que le afectan, el lenguaje ya no es un instrumento, sino una manifestación del ser, como experiencia viva, lazo psíquico que nos liga al mundo que habitamos y del que queremos obtener todo lo que puede dar139.
Así, estas palabras pasan a estar encarnadas por los actores principales. Entre ellos, el protagonista objeto de la historia que se narra posee un papel fundamental. Una persona, el acusado, héroe o villano, es llamada a actuar. Sea con el silencio, sea con la manifestación de su verdad. Otros también son los protagonistas llamados a intervenir a través de sus palabras, a inmiscuirse en el desarrollo de la representación: aquellos que acusan o los que luego tendrán que decidir y también, claro está, los que participan con su testimonio. Todos se manifiestan, de una u otra forma, de manera ritual: el dónde se ubican, el cómo, o las formas solemnes por las cuales prestan su conformidad a estar presentes en el acto. Además, las palabras que se mencionan lo hacen a partir de un lenguaje particular: es la palabra jurídica la que participa en el drama del ritual judicial.
Por último, éste, como así también la representación dramática, para ser tal, necesita de un público al cual dirigirse. En este sentido, la participación supone la polarización de dos espacios, uno construido y animado por el juego dramático, y el otro profano, aunque proyectado alrededor del primero, que lo sostiene al acordarle una credibilidad global, es decir, al socializarlo140.
El pueblo es el que está convocado a una u otra reunión. Es un público anónimo que representa a la sociedad entera y que se convierte en la audiencia que encarna la idea de publicidad; la cual, en el ritual judicial, se convierte en uno de sus resguardos. Tal como lo señala Anitua, el principio de publicidad posee un triple efecto: protege al acusado, es un procedimiento legítimo de control ciudadano y es un medio del Estado para transmitir valores y sentidos141.
El espectador es quien transforma los signos que le sugiere los actores. Es el que traduce los símbolos que se transmiten, lo que permite que el espectáculo sea tal. De esta manera, la sociedad se convierte en un interlocutor que garantiza la existencia colectiva al darle un sentido al espectáculo142. El juicio pasa a tener una función didáctica: define, refuerza y hace público un código normativo, al dramatizar el derecho y una moralidad determinada143.
En este marco, el papel ocupó en todo ello el principal sujeto a quien está dirigido el ritual judicial, el acusado, tiene un lugar central. Es aquí donde los resguardos constitucionales tienen un sentido que va más allá que el jurídico: preservar de inocencia de quien se constituye como la víctima sacrificial del ritual judicial penal. Ritual que al ser estudiado como tal, y a través de sus elementos (espacio, palabras y público), permite apreciar las formas materiales en que éste se realiza y, por ende, ver si se cumplen las razones que lo justifican: ser un medio de reintegración comunitaria del conflicto que le diera origen.
* Los lineamientos de este texto se corresponden con el marco teórico en el que se sustentara mi tesis doctoral, publicada bajo el título El acusado en el ritual judicial. Ficción e imagen cultural (Buenos Aires, Editores del Puerto, 2007).
** Profesor adjunto regular del Departamento de Derecho Penal y Criminología de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Doctor en Derecho por la Universidad de Barcelona, e-mail [itedesco@derecho.uba].
1 Cfr. Máximo Langer. “La dicotomía acusatorio-inquisitivo y la importación de mecanismos procesales de la tradición jurídica anglosajona. Algunas reflexiones a partir del procedimiento abreviado”, en Edmundo S. Hendler (comp.). Las garantías penales y procesales. Enfoque histórico-comparado, Buenos Aires, Editores del Puerto, 2001, pp. 239 a 268.
2 Edmundo S. Hendler. “Enjuiciamiento penal y conflictividad social”, en Julio B. J. Maier y Alberto M. Binder (comps.). El derecho penal hoy. Homenaje al profesor David Baigún, Buenos Aires, Editores del Puerto, 1995, pp. 375 a 377.
3 Edmundo S. Hendler. “Teatralidad y enjuiciamiento oral”, La Ley, Buenos Aires, 11 de mayo de 1989, pp. 3 y ss. Cfr., asimismo, Milner S. Ball. “All the Law’s a Stage”, Cardozo Studies in Law and Literature, vol. 11, n.° 2, winter 1999, pp. 215 a 221; John E. Simonett. “The Trial as One of the Perfoming Arts”, American Bar Association Journal, vol. 52, december 1966, pp. 1.145 a 1.147; y Cornelia Vismann. “‘Rejouer les crimes’ – Theater vs. Video”, Cardozo Studies in Law and Literature, vol. 11, n.° 2, winter 1999, pp. 161 a 177.
4 Carlos González et al. Repensar las drogas, Barcelona, igia, 1989, p. 15.
5 Enrique E. Marí. “Derecho y literatura. Algo de lo que sí se puede hablar pero en voz baja”, doxa, Cuadernos de Filosofía del Derecho. Actas del xviii Congreso Mundial de la ivr (Buenos Aires, 1997), vol. ii, n.° 21, 1998, pp. 251 a 287.
6 Gérard Soulier. “Le théàtre et le procès”, Droit et Societé. Revue internationale de theorie du droit et de sociologie juridique, n.os 17-18, 1991, pp. 9 y 10.
7 Antoine Garapon. L’âne portant des reliques: essai sur le rituel judiciare, Paris, Le Centurion, 1985, pp. 16 y 17.
8 Garapon. L’âne portant des reliques..., cit., p. 16.
9 Jean Duvignaud. Espectáculo y sociedad. Del teatro griego al happening: función de lo imaginario en la sociedad, C. M. Noves de Guillet (trad.), Caracas, Tiempo Nuevo, 1970, pp. 16 y 24.
10 Erving Goffman. La presentación de la persona en la vida cotidiana, H. Torres Perrón y F. Setaro (trads.), Buenos Aires, Amorrortu, 1997. Una versión más sintética de esta perspectiva se puede hallar en Erving Goffman. Frame Analysis. An Essay on the Organization of Experience, Boston, Northeastern University Press, 1986.
11 Roberto Bergalli, Juan Bustos Ramírez y Teresa Miralles. El pensamiento criminológico, vol. i, Un análisis crítico, Bogotá, Temis, 1983, p. 174.
12 Georges Balandier. El poder en escenas. De la representación del poder al poder de la representación, M. Delgado Ruiz (trad.), Barcelona, Paidós, 1994, p. 164.
13 George H. Mead. Persona, espíritu, sociedad, F. Maziá (trad.), Buenos Aires, Paidós, 1972.
14 Bergalli, Bustos Ramírez y Miralles. El pensamiento criminológico, cit., p. 120.
15 Goffman. La presentación..., cit., p. 11.
16 José R. Sebastián de Erice y Erving Goffman. De la interacción focalizada al orden interaccional, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas y Siglo xxi, 1994, p. 74.
17 Goffman. La presentación..., cit., p. 27.
18 Ibid., pp. 33 a 36.
19 Ibid., pp. 47, 68 y 81.
20 Ibid., pp. 256, 257 y 266.
21 Peter Brook. El espacio vacío. Arte y técnica del teatro, R. Gil Novares (trad.), Barcelona, Península, 1997, pp. 71, 76, 184 y 190.
22 Jean Duvignaud. Sociología del teatro, L. Arana (trad.), México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1980, pp. 13 a 21.
23 Ibid., p. 32.
24 Antonin Artaud. El teatro y su doble, E. Alonso y F. Abelenda (trads.), Barcelona, Edhasa, 1999, p. 31.
25 Richard A. Posner. Law and Literature, Revised and Enlarged Edition, Cambridge, Harvard University Press, 1998, p. 22.
26 Marí. “Derecho y literatura...”, cit., p. 279.
27 Ball. “The Play’s...”, cit., pp. 89 a 91.
28 Ibid., pp. 92 y 93.
29 Cfr. Christian Courtis. Law and Theater: Towards the Premises of a New Paradigm, University of Virginia School of Law, Seminar: Contemporary Legal, 1993 (mimeo); y íd. “El derecho en escena. Reproducción del sentido en teatro y derecho”, No hay derecho, año v, n.° 11, agosto-octubre de 1994, pp. 17 y 18.
30 Courtis. “El derecho...”, cit., p. 17.
31 Ibid., p. 18.
32 Courtis. Law and Theater, cit., pp. 22 y 47 a 49.
33 Robert P. Burns. A Theory of the Trial, Princeton, Princeton University Press, 1999, p. 137.
34 Julio B. J. Maier. Derecho procesal penal, Fundamentos, t. i, 2.ª ed., Buenos Aires, Editores del Puerto, 1996, pp. 842 y 843.
35 Winfred Hassemer. Fundamentos del derecho penal, F. Muñoz Conde y L. Arroyo Zapatero (trads.), Barcelona, Bosch, 1984, p. 182.
36 Clifford Geertz. Conocimiento local. Ensayos sobre la interpretación de las culturas, A. López Bargados (trad.), Barcelona, Paidós, 1994, p. 202.
37 Maier. Derecho procesal..., cit., t. i., pp. 843 a 845.
38 Luigi Ferrajoli. Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, P. Andrés Ibañez et al. (trads.), Madrid, Trotta, 1995, pp. 50 y 51.
39 Maier. Derecho procesal..., cit., t. i, pp. 848 a 851.
40 Maier. Derecho procesal..., cit., p. 842.
41 Cfr. Alan M. Dershowitz. “Life is not a dramatic narrative”, en Peter Brooks y Paul Gewirtz (eds.) Law’s Stories. Narrative and Rhetoric in the Law, New Haven y Londres, Yale University Press, 1998, pp. 101 y 102.
42 Sebastián de Erice. De la interacción focalizada al orden interaccional, cit., p. 121.
43 Cfr. Emile Durkheim. Las formas elementales de la vida religiosa, A. Martínez Arancon (trad.), Madrid, Alianza, 1993.
44 Jean Cazeneuve. Sociología del rito, J. Castelló (trad.), Buenos Aires, Amorrortu, 1971, pp. 16 a 25.
45 Jean Maisonneuve. Ritos religiosos y civiles, M. Colon de Llopis (trad.), Barcelona, Herder, 1991, p. 18.
46 David I. Kertzer. Ritual, Politics and Power, New Haven and Londres, Yale University Press, 1988, p. 9.
47 Maisonneuve. Ritos religiosos y civiles, cit., pp. 19 y 20.
48 Víctor W. Turner. El proceso ritual. Estructura y antiestructura, B. García Ríos (trad.), Madrid, Taurus, 1998, p. 62.
49 Mark Cammack. “Evidence Rules and the Ritual Functions of Trials: ‘Saying Something of Something’”, Loyola of Los Angeles Law Review, vol. 25, april 1992, p. 785.
50 Maisonneuve. Ritos religiosos y civiles, cit., pp. 29 y 77.
51 Ibid., pp. 79 y 80.
52 Clifford Geertz. Negara. El Estado-teatro en el Bali del siglo xxi, A. Roca Álvarez (trad.), Barcelona-Buenos Aires, Paidós, 2000, pp. 183 y 200.
53 Kertzer. Ritual, Politics and Power, cit., p. 2.
54 Clifford Geertz. La interpretación de las culturas, A. Bixio (trad.), México D. F., Gedisa, 1987, p. 132.
55 Max Black. Models and Metaphors: Studies in Language and Philosophy, Ithaca, Cornell University Press, 1962, p. 242.
56 Víctor W. Turner. Drama, Fields and Metaphors. Symbolic Action in Human Society, Ithaca, Cornell University Press, 1996, pp. 25 a 37.
57 Taylor. “The Festival of Justice...”, cit., p. 142.
58 Turner. Drama..., cit., pp. 37 a 42.
59 Geertz. La interpretación..., cit., pp. 343 y 344.
60 Ibid., p. 345.
61 Ibid., pp. 370 y 371.
62 Cammack. “Evidence Rules and the Ritual Functions of Trials...”, cit., p. 788.
63 David Garland. Castigo y sociedad moderna. Un estudio de teoría social, B. Ruiz de la Concha (trad.) México D. F., Siglo xxi, 1999, pp. 89 a 91.
64 Garapon. L’âne..., cit., pp. 173 y 174.
65 Maier. Derecho procesal..., cit., t. i, pp. 267, 269 y 271.
66 Ibid., pp. 175 y 176.
67 Michel Foucault. La verdad y las formas jurídicas, E. Lynch (trad.), Barcelona, Gedisa, 1998, pp. 40 y 41.
68 Ibid., pp. 48 a 59.
69 Garapon. L’âne..., cit., pp. 177 y 178.
70 Foucault. La verdad..., cit., pp. 18, 76 y 77.
71 Duvignaud. Espectáculo..., cit., pp. 26 y 27.
72 Michel Foucault. Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, A. Garzón del Camino (trad.), Buenos Aires, Siglo xxi, 1989, pp. 40 y 41.
73 Ibid., p. 48.
74 Cfr. Spierenburg. Cit.; J. M. Beattie. Crime and the Courts in England, 1660-1800, Oxford, Clarendon, 1986; y Elias. Cit.
75 Foucault. Vigilar..., cit., pp. 16 y 17.
76 Gabriel Ignacio Anitua. “El principio de publicidad procesal penal: un análisis con base en la historia y el derecho comparado”, en Edmundo S. Hendler (comp.). Las garantías penales y procesales. Enfoque histórico-comparado, Buenos Aires, Editores del Puerto, 2001, p. 73.
77 Douglas Hay. “Property, Authority and the Criminal Law”, en íd. et al. Albion’s Fatal Tree. Crime and Society in Eighteenth-Century England, Bristol, Allen Lane, Bristol, 1975, pp. 27 a 29.
78 Jeremy Bentham. “Rationale of Judicial Evidence”, en vi Works or Jeremy Bentham, Londres, Bowring, 1838-1848, pp. 353 y 354, citado por M. Ball. “The Play’s...”, cit., p. 86.
79 Jeremy Bentham. El panóptico, M. J. Miranda (trad.), Madrid, La Piqueta, 1979, p. 42.
80 Jeremy Bentham. Tratado de las pruebas judiciales, t. i, M. Ossorio Florit (trad.), Buenos Aires, ejea, 1959, p. 156.
81 Jean Jacques Rousseau. Carta a D’Alembert sobre los espectáculos, Q. Calle Carabias (trad.), Madrid, Tecnos, p. 99.
82 Ibid., p. 156.
83 Gabriel Ignacio Anitua. Hacia una formalización de la “video-justicia”. El problema de la televisación de los juicios penales. Tesina del Máster Sistema Penal y Problemas Sociales, Barcelona, Universidad de Barcelona, 2000, p. 5.
84 Soulier. “Le théàtre et le procès”, cit., p. 10.
85 Garapon. L’âne..., cit., pp. 139 a 141.
86 Soulier. “Le théàtre et le procès”, cit., p. 10.
87 Johan Huizinga. Homo ludens, E. Imaz (trad.), Madrid, Alianza, 2001, pp. 17 y 23.
88 Roger Caillois. Los juegos y los hombres. La máscara y el vértigo, México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1986, p. 118.
89 Ibid., p. 14.
90 Ibid., pp. 38 a 79.
91 Caillois. Los juegos y los hombres..., cit., pp. 128 y 129.
92 Soulier. “Le théàtre et le procès”, cit., p. 11.
93 Ibid., p. 12.
94 Duvignaud. Espectáculo..., cit., p. 19.
95 Caillois. Los juegos..., cit., pp. 146 a 165.
96 Soulier. “Le théàtre et le procès”, cit., p. 14.
97 La propia raíz de esta palabra evoca este carácter agonal que posee toda representación.
98 Soulier. “Le théàtre et le procès”, cit., p. 15.
99 Huizinga. Homo ludens, cit., pp. 103 y 104.
100 Soulier. “Le théàtre et le procès”, cit., p. 16.
101 Huizinga. Homo ludens, cit., p. 107.
102 Hendler y Tedesco. Cit., p. 392.
103 Huizinga. Homo ludens, cit., p. 112.
104 Ibid., pp. 112 a 116.
105 Courtis. Law and Theater..., cit., p. 67.
106 Garapon. L’âne..., cit., pp. 141 y 142.
107 Soulier. “Le théàtre et le procès”, cit., p. 17.
108 Garapon. L’âne..., cit., p. 143.
109 Duvignaud. Espectáculo..., cit., p. 30.
110 Garapon. L’âne..., cit., p. 145.
111 Soulier. “Le théàtre et le procès”, cit., p. 20.
112 Artaud. El teatro y su doble, cit., p. 34.
113 Garapon. L’âne..., cit., pp. 145 y 146.
114 René Girard. La violencia y lo sagrado, J. Jordá (trad.), Barcelona, Anagrama, 1998, pp. 30 y 31.
115 Ibid., pp. 22 y 23.
116 Maisonneuve. Ritos religiosos y civiles, cit., p. 133.
117 Garapon. L’âne..., cit., p. 147.
118 Maisonneuve. Ritos religiosos y civiles, cit., p. 134.
119 Girard. La violencia..., cit., pp. 299 a 302.
120 Garapon. L’âne..., cit., p. 149.
121 Ibid., pp. 151 a 153.
122 Garapon. L’âne..., cit., p. 155.
123 Balandier. El poder en escenas..., cit., p. 23.
124 Pat Carlen. Magistrate’s Justice, Londres, Robertson, 1976, p. 11.
125 Garapon. L’âne..., cit., pp. 156 a 159.
126 Balandier. El poder en escenas..., p. 18.
127 Garapon. L’âne..., cit., p. 159.
128 Cfr. Weber. Ensayos..., cit.
129 Cfr. Geertz. La interpretación..., cit.
130 Garapon. L’âne..., cit., pp. 194 y 195.
131 Garapon. L’âne..., cit., p. 201.
132 Antoine Garapon. Bien juger. Essai sur le rituel judiciaire, Paris, Odile Jacob, 1997, p. 316.
133 Duvignaud. Espectáculo..., cit., p. 15.
134 Soulier. “Le théàtre et le procès”, cit., p. 12.
135 Cammack. “Evidence Rules and the Ritual Functions of Trials...”, cit., p. 790.
136 Garapon. L’âne..., cit., p. 45.
137 Soulier. “Le théàtre et le procès”, cit., p. 12.
138 Garapon. L’âne..., cit., pp. 54 a 61.
139 Duvignaud. Sociología..., cit., p. 56.
140 Ibid., p. 25.
141 Anitua. El principio..., cit., p. 85.
142 Garapon. L’âne..., cit., pp. 104 y 105.
143 Lawrence M. Friedman. “Lexitainment: Legal Process as Theater”, De Paul Law Review, 2000, p. 542.