Los cóndores y el derecho.

Análisis histórico y literario de la obra Cóndores no entierran todos los días de Gustavo Álvarez Gardeazábal

Alfonso Clavijo González*

 

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Condors and law.

Historical and literary analysis of the work Condors do not get bury every day

by Gustavo Álvarez Gardeazábal

 

Resumen

 

La obra que se analiza repasa con detalle la forma como un conflicto se va gestando, degenerando y feneciendo. Ese conflicto no fue producto de la imaginación del autor, por el contrario es casi un reportaje hecho a través del testimonio de los ancianos que vivieron la tragedia cuando el era tan solo un niño. Hoy se habla con mucha holgura de cómo se debe manejar el proceso de paz con las guerrillas y lo mal que se hizo con Justicia y Paz, pero esta obra nos recuerda que se requiere más serenidad de las que generalmente se ostenta para mirar de frente el presente que estamos viviendo. Para que esta patria deje de parir Cóndores como lo fue León María Lozano.

 

Palabras clave: Violencia; Justicia transicional; Paramilitarismo; Memoria; Víctimas; Selectividad penal; Literatura e historia.

 

Abstract

 

The work discussed reviewing in detail how to germinate a conflict, decay and passing away. That conflict was not the product of the author’s imagination, by contrast is almost a dispatch through the testimony of the elders who lived through the tragedy when he was just a child. Today we talk about how much slack should handle the peace process with the guerrillas and how bad he did with Justice and Peace, but this work reminds us that more serenity of the holds usually required to try to understand the present we are experiencing. For this country to stop giving birth Condors as was Leon Maria Lozano.

 

Keywords: Violence, Transitional Justice; Paramilitarism; Memory; Victims; criminal Selectivity, Literature and History.

 

Fecha de presentación: 11 de agosto de 2012. Revisión: 22 de septiembre de 2012. Fecha de aceptación: 4 de diciembre de 2012.

 

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Tuluá no lo sabe porque su memoria se acerca mucho a la de la gallina. Por eso tampoco hoy pueden saber exactamente cuándo empezó su martirio (p. 78).

 

Introducción

 

La historia de Colombia es enormemente politizada y con una profusión de conflictos, sobre todo rurales, con una nivel de crueldad dignas de las descripciones que Henry Dunant hiciera de la batalla de Solferino. Pero la desgracia humanitaria generalmente ha sido ignorada en las ciudades, en los altos círculos de poder de las principales capitales de Colombia. El conflicto ha generado un cayo después de tanto martillar. Las mismas noticias, la misma sangre, ha logrado que los colombianos consideremos algo normal que la gente se mate entre sí por un conflicto que lleva muchas décadas.

Hasta hace muy poco la guerra dejó de ser un mero problema político y se volvió, además, un problema jurídico. Desde los juicios de Nürnberg, se empezó a hablar de derechos humanos y el problema jurídico de las transiciones políticas hacia la paz o la democracia. Así nace la justicia transicional, que pone el lente en el problema de la reparación de las víctimas y la memoria colectiva, como prerrequisitos para lograr una paz que garantice la no repetición de los hechos que dieron lugar al conflicto armado.

En este contexto, la obra que en este trabajo se analiza repasa con sumo detalle la forma como un conflicto se va gestando, degenerando y feneciendo. Ese conflicto no fue producto de la imaginación del autor, por el contrario es casi un reportaje hecho a través del testimonio de los ancianos que vivieron la tragedia cuando el era tan solo un niño. Hoy se habla con mucha holgura de cómo se debe manejar el proceso de paz con las guerrillas y lo mal que se hizo con Justicia y Paz, pero esta obra nos recuerda que se requiere más serenidad de las que generalmente se ostenta para mirar de frente el presente que estamos viviendo. Para que esta patria deje de parir Cóndores como lo fue León María Lozano.

 

I. Aclaración metodológica: la violencia y el derecho ¿historia jurídica o política?

 

¿Le podrá interesar a la historia del derecho la historia de la violencia? Este enunciado que tiene apariencia de circunloquio, alude a si dentro del objeto de la historia del derecho se puede incluir lo que se dice o se relata sobre la violencia. La pregunta no es menor, pues involucra revisar desde los mismos cimientos lo que es el derecho. Es decir, es una pregunta que no se resuelve desde la noción de Historia sino desde la teoría del derecho.

Se podría pensar que una novela semi-biográfica sobre la época de la violencia no debería tener un espacio en el análisis de la historia del derecho, porque sus narraciones dicen poco de las normas jurídicas vigentes en la época, las personalidades jurídicas relevantes de su tiempo, las decisiones judiciales de trascendencia, etc. Es claro que existen otras obras donde el tema jurídico es el central de la narración, sobre todo las vinculadas a la novela negra o policiaca, pero hay algo en esta obra sobre la historia del derecho que resulta interesante: su no operación.

Algunos positivistas pensarán que el problema de la operación del ordenamiento jurídico no es un tema del que se deba preocupar la disciplina jurídica, pues la manera en la que se siguen las normas es independiente de su existencia, que es donde se ubica el auténtico problema del derecho; lo otro sería un problema que deberían estudiar los sociólogos del derecho, aquellos a quienes les interese la crítica de las instituciones jurídicas, su operación, las motivaciones que esconden, etc., etc. Pues bien, si se parte de una concepción positivista del derecho, no sería posible concederle al problema de la violencia, del no derecho, un lugar en el estudio de los fenómenos jurídicos y, por lo tanto, una historia del derecho no podría ser un relato de los hechos que ocurrieron desconociendo las normas positivas.

Evidentemente esa concepción se considera reduccionista para efectos de este trabajo. Una historia del derecho es una narración de hechos sociales que tienen incidencia en el derecho, que son causa o consecuencia de las instituciones jurídicas y que se encuentran vinculados a la producción de las fuentes normativas, ya sea como normas con pretendida eficacia o como disposiciones de mero valor simbólico que pretendan la legitimación del poder del que emanan las normas jurídicas.

Así las cosas, es en el concepto de derecho donde se debe estudiar si la violencia hace o no parte de lo jurídico. Este trabajo parte de un punto de vista en virtud del cual el derecho es producto del poder y se materializa en forma de violencia institucionalizada.

Para esta construcción hay que recurrir un poco a la filosofía general y a la teoría del derecho. Ya Engels, en su discurso sobre la propiedad privada1, advertía algo que los teóricos del derecho procesal han asentido sin hesitación alguna: desde que apareció las institución de la propiedad privada existen dos maneras de conseguir lo que se quiere: la guerra o el derecho.

El hombre se asienta en un lugar y empieza a apropiarse de los bienes naturales. Surge la disputa, como es de esperarse. En ese mismo sentido se pronuncia Carnelutti, cuando se afirma que la guerra depende directamente de la propiedad, ya que por medio de la guerra se persigue la posesión o el dominio sobre un bien ajeno2. De esta forma se desarrolla entre las comunidades un ambiente hostil y de inseguridad. Ya es conocido en este momento que cada quién quiere captar para sí lo que ha aprehendido de la naturaleza.

La guerra se convierte entonces en la protagonista. Para Carnelutti, la guerra representa básicamente el desorden, y ante esta situación no puede el hombre desarrollar su vida. La guerra no permite la evolución, ni el desarrollo, y termina convirtiéndose en un lastre para la comunidad en general. El hombre necesita un orden para el desarrollo de sus tareas, razón por la cual la guerra es un problema que hay que solucionar.

La respuesta es el derecho. El derecho se convierte en la herramienta adecuada para subyugar la guerra entre los hombres. El derecho es un conjunto de normas que tiene como fin la regulación de las relaciones de las personas y además fungir como sistema de control social.

El derecho además sirve como limitante del poder, bien lo dice Bodenheimer cuando señala que

 

por su propia naturaleza el derecho es un término medio entre la anarquía y el despotismo; trata de crear y mantener un equilibrio entre esas dos formas extremas de vida social. Para evitar la anarquía, el derecho limita el poder de los individuos particulares; para evitar el despotismo, frena el poder del gobierno. La limitación legal del poder de los particulares o grupos privados se denomina derecho privado. La limitación del poder de las autoridades públicas se denomina derecho público. La función general de ambas ramas del derecho es esencialmente la misma; consisten en la creación de restricciones al ejercicio arbitrario e ilimitado del poder3.

 

Pero ese poder requiere un mínimo de legitimidad para que sirva a su fin y por ese camino garantizar las condiciones de gobernabilidad. Cuando ésta desaparece como cualidad de las instituciones y del ordenamiento jurídico llega el caos y el desorden. Ya no hay consenso, por ende la separación y división de la población se hace evidente. El descontento social puede verse demostrado en varias formas, sin duda alguna, la violencia y la subversión son una de ellas. Bien lo dice Caroni “el derecho aparece inmediatamente como producto de una sociedad conflictiva”4.

El nexo entre derecho y violencia parece asimilable a un círculo vicioso a decir verdad, pues con la existencia de normas lo que se busca es la estabilidad social, económica y política de una sociedad. Sin embargo, cuando de golpe estas medidas normativas no van de acuerdo con la realidad del país, surgen grupos que se sublevan ante la legitimidad del régimen institucional. Para ellos se convierte la violencia en una forma de lucha contra las instituciones que han defraudado sus expectativas, es ahí donde la violencia llega a someter al derecho. Ya no es el derecho el que tiene la capacidad de imponer el orden.

La anterior digresión apunta a sustentar la afirmación según la cual, la historia de la violencia, del no-derecho, no puede ser un asunto privativo de los estudiosos de la política sino que es parte inescindible del estudio jurídico, porque las normas buscan la pacificación, pero a su vez la canalización de la violencia. De tal manera, una época donde las instituciones de control penal no operaron para repeler la actividad delictiva de grupos ideológicamente alineados con el gobierno, es sin duda, un tema de interés para la historia del derecho colombiano.

Ahora bien, respecto a la literatura como instrumento de comprensión de la historia de los fenómenos jurídicos, Botero Bernal afirma que éstos no son escindibles, de hecho a través de la historia y la literatura se narran hechos jurídicos, además agrega que el derecho es una forma de ejercer la literatura5. La literatura es un reflejo de la realidad, esta realidad puede ser presentada como una metáfora realista, o una hipérbole que de todas maneras no se desconecta de la dimensión de lo real. La literatura no sirve como un instrumento al servicio de la investigación del derecho positivo, sino de la operación del derecho y la manera como los personajes literarios, personificaciones de sujetos reales, conciben el derecho y se relacionan con él. Por tal razón, la literatura lo que revela es el papel que el derecho cumple en las personas, cómo afecta su dimensión vital.

Cóndores no entierran todos los días es una obra que en principio se podría pensar no habla de nada jurídico, pues habla precisamente, del vacío del derecho: la violencia sin reglas. Pero sucede que el derecho es una manifestación del poder, el derecho, las instituciones jurídicas son instrumentos al servicio del poder que por medio de él se institucionaliza. Es decir, en una matanza no es que el derecho desaparezca, tan solo sus operadores hacen que diga cosas inocuas para quienes detentan el poder y cosas efectivas para los que no.

Esta no es una obra que dibuja la manera cómo el derecho opera, sino cómo el derecho deja de operar o, más bien, cómo opera selectivamente. En términos de análisis del discurso, es una obra que adquiere relevancia por lo que revelan sus silencios. La paralización de los instrumentos ordinarios del derecho, sobre todo del derecho penal, obedece a una política que anima o desanima al derecho para que se ponga en marcha.

 

II. Análisis de la obra

 

A. El contexto y el valor histórico

 

Cóndores no entierran todos los días6 inicia con un campanazo cruel sobre lo que versa la narración: el olvido. Ese olvido que ha sido causa y consecuencia de la impunidad y de los conflictos nunca resueltos que han marcado la agenda histórica de Colombia. Dice el autor sobre la ciudad en la que nació y se crió:

 

Tuluá (que para los efectos de Colombia podría ser cualquier otro pueblo) jamás ha podido darse cuenta de cuándo comenzó todo, y aunque ha tenido durante años la sensación de que su martirio va a terminar por fin mañana en la mañana [...] hoy ha vuelto a adoptar la misma posición que lo hizo un lugar maldito en el que la vida a penas se palpó en la asistencia a misa de once los domingos y la muerte se midió por las hileras de cruces en el cementerio. (p. 11).

 

El hoy del que habla el autor es una referencia temporal deliberadamente elusiva, así como lo es el ayer y el mañana. Ese hoy es una realidad ininteligible, un baño de sangre que deja tan perplejo a sus pobladores que se acostumbran y banalizan la muerte hasta incorporarla en una indiferente cotidianidad. El mañana, al igual, es una esperanza siempre postergada, un mañana que como referencia solo sirve para pararse en el ahora con algo de resignación. El ayer no le va mejor, pues el relato de su pueblo siempre es quimérico, justificado e irracional, comprensible como algo totalmente abstracto. En pocas palabras, una inmensa paradoja. Esa paradoja se presentó en toda Colombia, en un periodo histórico que se etiquetó sugerentemente como La Violencia.

Es esa esquizofrenia temporal la que lleva a Álvarez Gardeazábal (1972) a contar la historia del Cóndor, apodo atinado que los habitantes de Tuluá le pusieron a León María Lozano, el jefe de los pájaros. Este personaje real perfectamente hubiera sido el mejor nombre que se le pusiera a uno ficticio, que represente la contradicción viviente en él: la ferocidad política y felina junto a la piedad que siente el verdadero cruzado por la virgen María. Entre la entronización de León María como el personaje más poderoso de Tuluá y la muerte de él en Pereira, condenado a un exilio protector, es que discurre la historia de Tuluá vista por los ojos del autor, sus recuerdos de niño y la investigación documental.

Sobre esta mixtura entre literatura y testimonio histórico es que se pronuncia en el prólogo que escribiera en marzo de 1984, que vale citar in extenso:

 

Puse para siempre en las letras de un libro la historia que se le ha ido olvidando a la patria, convencido que con ella podría evitar repeticiones estúpidas. Usé la novela como el género más apropiado y la prosa sin diálogo como el sistema más expedito para recoger un ambiente y un martilleo incesante de mi memoria. No pretendí más, pero en algo debí haber fallado porque si sumando ediciones legales y piratas ya se completan más de 25 y la obra se sigue leyendo en un país poco habituado a revisar su pasado, esta acumulación de invenciones tal vez no sea una novela (o al menos la novela que escribí) sino la verdadera historia que solo nos dejan escribir a los perdedores. (p. 8).

 

No es la primera vez que una novela se convierte en una narración histórica de alto valor descriptivo. Si bien se debe tener cuidado con los testimonios deliberados, tal como lo anotara el profesor Ricardo Rabinovich en su obra Un viaje por la Historia del Derecho, este tipo de narraciones no se pueden tomar como meros síntomas de un momento7. Y esto porque lo que construye el novelista, al igual que el historiador, es un relato. Que como apunta el mismo autor, tiene como propósito la expresión estética en el primero y la comprensión científica en el segundo, hay ciertos casos donde la comprensión de la realidad coincide en ambas empresas.

Con las prevenciones anotadas, una novela autobiográfica es un medio que no se debe despreciar a la hora de tratar de reconstruir un momento histórico como fue La Violencia. Menos la novela de alguien que previamente había hecho un estudio del tema de la violencia en la narrativa colombiana de 1951 a 19708.

 

B. La historia

 

El ascenso del Cóndor a la calidad de héroe y verdugo empezó el 9 de abril de 1948. Ese día fue asesinado el candidato liberal independiente Jorge Eliecer Gaitán, quien con su estilo populista había conquistado la simpatía de mucha gente, sobre todo entre las clases pobres y liberales. Como lo apunta Bushnell, la mote de Bogotazo con la que se identifica el episodio es bastante imprecisa, pues los desordenes que se produjeron ese día no solo se presentaron en Bogotá, sino en todo el país9. Como refrendo de la nacionalización del 9 de abril, León María Lozano pasa de un habitante regular de Tuluá al defensor de la fe Católica cuando con un taco de dinamita en la mano reta a la turba enfurecida que se dirige a destruir el colegio de los salesianos. Con gran tranquilidad prendió el taco con el pucho que tenía en la boca y exclamó: “ahí les va, chusma atea”. (p. 16).

La prehistoria de este Cóndor es la de un vendedor de quesos de la galería de Tuluá, puesto que le había conseguido Gertrudis Potes, una liberal que luego lideraría la resistencia muda e impotente contra el Cóndor. Pero en esa época, y antes cuando León María trabajaba en la librería de otro liberal, no había ningún problema, pues “todavía los liberales colocaban conservadores y los conservadores trabajan con liberales” (p. 18). Este personaje nunca pensó en la fama que le traería ese acto de piedad que fue salvar el colegio de los salesianos ante esa turba que apuntaba su odio hacia cualquier cosa que medio pudiera oler a conservador.

Tras ese incidente, unos políticos de Cali se interesaron en la gallardía y apasionamiento de aquel vendedor de quesos por su partido Conservador. Ese sentimiento fue direccionado hacia una causa menos noble que la política, la guerra contra los opositores liberales. A partir de allí, León María, quien nunca portó un arma en su vida, se empezó a convertir en el amo y señor de Tuluá y del Valle del Cauca a partir de un trabajo de asesinato selectivo y control de todas las esferas sociales, con su numeroso grupo de “pájaros”.

Todo sigue igual hasta el momento en que un periodista de la revista Life, que estaba en reunión con el gobernador del Valle, ve con sorpresa “viendo llegar a ese individuo que no se ponía corbata aunque se ponía saco y camisa de cuello duro que venía rodeado de dos guardaespaldas de ametralladora”. León María había ido hasta Cali a expresar su molestia por la destitución de una profesora que no cumplía con el escalafón, fue exigiendo “explicaciones sobre el individuo ese llamado escalafón que obliga a la destitución de la maestra de Madrigal”. Se demoró un minuto en obtener la contraorden de parte del gobernador y en conseguir el escalafonamiento en primera categoría. Ese episodio, seguramente pintoresco en grado sumo para el periodista, motivo la redacción de una extensa crónica en la revista sobre la guerra civil que se vivía en Colombia, titulando la crónica “La tierra del Cóndor, el jefe de los pájaros” (p. 105).

En el vuelo de León María por las calles de Tuluá, solamente en una oportunidad vio su vida en peligro, lo envenenaron. Tras recuperarse mandó a matar a todos los que estuvieron detrás del complot y los que celebraron su estado moribundo. Después de la recuperación y la correspondiente vendetta, el gobernador le hizo una fiesta y se leyó el Decreto 1.453 donde el gobierno nacional le otorgaba la condecoración de la Orden de San Carlos (p. 164).

La ofensiva del Cóndor pasó por todos los estados lamentables de las guerras, primero una clara marcación y justificación ideológica de la causa armada, luego una persecución banal de todos los que de alguna manera se pudieran etiquetar en el lado opuesto, luego los del mismo bando que no muestran el necesario compromiso; primero hombres beligerantes, luego los tibios, luego las mujeres, luego los niños, etc. En ese proceso, la participación del Estado fue indiscutible, con el mismo modus operandi de todos los países de todas las épocas cuando surgen aparatos armados paraestatales: la no operación de los agentes de control penal respecto a un bando y la efectividad envidiable respecto a otro.

Cuenta la novela que tras dejar tres mil quinientas sesenta y nueve víctimas, el Cóndor abandona la ciudad (p. 158). La guerra va hasta cuando la política decide tomar el control. Un nuevo gobierno había dejado sin margen de maniobra política a las acciones de León María, tenía que irse. Su salida fue protegida por el ejército, el decreto de extradición del territorio tulueño fue realmente un indulto que lo protegía de los familiares de las hileras de cruces que había dejado en Tuluá desde el día que los políticos de Cali fueron a dejarle las tres cajas llenas de fusiles. En Pereira, León María es asesinado. Lo cual es el comienzo y cierre de la obra, describir un conflicto infame a través de uno de sus protagonistas. Por eso se escribió esa obra, porque Cóndores no entierran todos los días.

 

C. Las raíces del conflicto

 

Quizás el nombre La Violencia, por el que han optado los historiadores, denota la inexistencia de un agente o agentes definidos que hayan activado ese proceso histórico. Usualmente se habla de la guerra de tal lado, la guerra de los tales contra los pascuales, pero aquí el nombre implica una abstracción deliberada. Es posible que la fuerte separación de bandos que venía gestándose desde la creación y consolidación de los partidos liberal y conservador, más la alternación excluyente de cada uno de ellos en el poder es lo que haya sido un caldo de cultivo ideal para la gestación de un odio irracional entre dos bandos que se achacaban el uno a la intransigencia del otro los hechos que habían llevado a ese 9 de abril. Bushnell plantea una tesis bastante aceptada respecto a que la sensación que cada bando tenía de una gran conspiración en su contra es lo que serviría para explicar la aparente sin razón de ese periodo de la historia Colombiana10.

De manera curiosa esa conspiración es la que le presentan los señores de Cali a León María en la visita en la cual le entregan las tres cajas con el armamento. La cita se cuadra con la llegada de un telegrama a León María de parte de unos políticos, preocupados por “los graves problemas que aquejan al partido conservador” (p. 64). Esa reunión, que el autor detalla con sospechosa pero envidiable precisión, es la materialización simbólica de la combinación entre política y guerra. Sabedores de la devoción de León María por el partido conservador, hicieron una descripción de lo delicada que estaba la situación política y el peligro que representaban los liberales para Tuluá, para el departamento y para la fe cristiana. Uno de los intervinientes en la reunión, apoyándose en el concordato, tratado que había sido objeto de múltiples contiendas entre liberales y conservadores

 

... enfrentó a León María a la posibilidad del exterminio de todos los conservadores, de todas las comunidades religiosas y sobre todo de la fe cristiana, poniendo como prueba la matazón del 9 de abril que hicieron la turbas liberales. (p. 69).

 

Con ese arsenal retórico, más el militar que le dieron a continuación, y un primer cheque,

 

Tuluá había sido incorporada a la cadena del terror y León María Lozano, el más católico y correcto de sus ciudadanos, como lo recita doña Midita al llegar a este momento, había quedado encargado de la dirección. (p. 70).

 

La descripción de cómo los políticos son los que buscan a los cruzados de la causa es una constante en todos los conflictos que se hayan registrado. Es usual que lo militar esconda el conflicto político que trasluce, y esto porque la deslegitimación del adversario como mero bandolero, terrorista se diría hoy, es uno de los recursos que se tienen a disposición en la guerra. Cuando se acaban los conflictos los ojos quedan puestos en los sanguinarios que ejecutaron los programas de terror y no en los que impulsaron políticamente esa estrategia militar. Es decir, esta obra es de enorme utilidad a la hora de estudiar el vigente problema de la justicia transicional en Colombia.

 

D. El mutismo de Agripina y de Tuluá

 

Agripina de Lozano es la mujer del Cóndor. Se dice mujer y no cónyuge, porque este personaje femenino grafica las relaciones familiares de Tuluá, igual se podría decir Colombia, en aquella época. Agripina era una buena mujer, sobre todo porque era mucha mujer para León María. Su hermano marcó oposición a la unión entre ella y su futuro cuñado hasta el punto de amenazar con no ir al matrimonio y “que si era el caso demandaría a León María por perjuicios…”. (p. 32).

Agripina era igual de entregada a su marido como lo eran el resto de mujeres de aquella época. Un día, ante la alarma que le produjo la noticia de que la galería se había incendiado fue a ver si le había pasado algo a su marido. La trasgresión de la orden de no abandonar la casa bajo ninguna circunstancia generó en su marido, que resultó totalmente ileso en el incidente, tal ira que

 

la tuvo encerrada bajo llave para que no volviera a salir sin su permiso, ni siquiera a la tienda de don Fortunato, enfrente de los salesianos. (p. 54).

 

Agripina es un personaje esencial dentro de la historia construida por Álvarez Gardeazábal, pues si bien puede parecer, a la ligera, una mujer colombiana corriente de los años 1950, pareciera ser la personificación deliberada de todos los que sabiendo lo que pasaba se hacían los que no veían para no ganarse problemas. Esto queda claro cuando, tras la reunión con los señores de Cali, ella

 

quedó mirándolos, ayudó a su marido a meter las cajas debajo de la cama y aunque muy claro vio que en ellas no podía haber nada bueno, empezó su silencio, su desconocimiento de lo sucedido, su mutismo integral. (p. 70).

Ese mutismo no solo le sucedió a Agripina, quien hubiera deseado que su marido no hiciera nada malo, pero igual no le correspondía pronunciarse al respecto. Le pasó a toda Tuluá. Otro personaje representativo de este rol es Pedro Alvarado, el dueño de la emisora del pueblo.

Tras aparecer los primeros muertos en las calles de Tuluá, todos con orificios de bala en la nuca, los habitantes ansiosos por saber las razones de semejante noticia, prendieron en la mañana el radio para saber qué decían en la radio,

 

pero apenas escucharon la voz destemplada de Pedro Alvarado en noticiero matinal informando de los daños ocasionados por la creciente del río Tuluá en las sementeras de la orilla del pabellón antituberculoso. (p. 74).

 

No era falta de contenidos por parte de la emisora, pues unos cuerpos en la calle de Tuluá en los años 1950 sería un hecho notorio para cualquiera, tampoco desidia, más bien un enrarecimiento rayano en el miedo. En el noticiero del mediodía, Alvarado se limitó a leer el comunicado del comandante de la policía:

 

cinco muertes por causas desconocidas, a quienes se les practicaba en estos momentos la autopsia para dar a conocer en verdad el motivo de su fallecimiento, ya que no dizque se les encontró huella alguna de herida. (p. 74).

 

Al día siguiente aparecieron cuatro nuevos cuerpos con las mismas heridas en la nuca. Esta vez la policía no emitió ningún comunicado. Alvarado dijo:

 

en la mañana de hoy cuatro nuevos cadáveres de desconocidos aparecieron en las calles de la ciudad. La policía investiga las causas del deceso. (p. 76).

 

Pero Alvarado tiende a reaccionar después, sobre todo tras la sangrienta venganza de León María contra los conspiradores y los que expresaron alegría por el deceso próximo del Cóndor tras su envenenamiento. Justo cuando iba a denunciar, le tocó leer la condecoración que el gobierno nacional le daba a León María

 

gestor de muchas lides cívicas, patrocinador indiscutible del bien público, a quien oscuros asesinos habían intentado ponerle fin creyendo así privar a Tuluá del más egregio de sus hijos. (p. 119).

Hay un momento en los conflictos en el que los inicialmente complacientes tratan de protestar y quedan ahogados por el peso de la costumbre, internalizada y normalizada por todos los habitantes. Precisamente por esto, es que los teóricos de la justicia transicional insisten en que las menores penas de los victimarios corresponde a la condena que colectivamente debe soportar la sociedad11, por haber permitido que personas como León María se convirtieran en Cóndores.

 

E. La participación del Estado: el poder político y la selectividad del sistema penal

 

La obra es un compendio de episodios en los cuales se revela la condición selectiva del sistema penal. Esa característica del derecho, particularmente del punitivo, revela que el derecho, tanto en su diseño como en su operación, corresponde a la materialización del poder político de determinados grupos en competencia con otros que sufren la operación o no operación de este, en este sentido Silva García afirma que

 

el proceso de criminalización es producto de una decisión o de un juicio de valor, una cuestión subjetiva que no puede ser constatada de manera empírica, y que corresponde al mundo de lo prescriptivo12.

 

Esta situación se pone claramente de presente cuando el irrelevante vendedor de quesos de Tuluá, sale a defender su honor ante un borracho que le gritó que si trataba a sus hijas como a sus quesos. Narra el autor vallecaucano:

 

No se resistió, se buscó entre sus bolsillos el cuchillo de partir las hojas de plátano y si no es porque cuando lo afiló apareció como ángel providencial Don Julio Caicedo Palau y se lo arrebató antes de que entrara en las carnes del borracho, seguramente que León María no habría podido hacer lo que hizo porque habría estado en la cárcel pagando su condena. (p. 36).

El riesgo de ser enfrentado al sistema penitenciario no lo conocería el León María que había sido visitado por los señores de Cali. La policía nunca vio que hiciera nada ligeramente sospechoso, ni siquiera cuando era de público conocimiento que atendía los pedidos y las denuncias de la gente en el Happy Bar. De hecho, el comandante de la policía no tomaba ninguna determinación sin consultársela, cosa que hacía en el sitio habitual de despacho, su casa o el puesto de quesos en la galería (p. 102).

Aun cuando se decretaban toques de queda a partir de las siete de la noche, los muchachos armados de León María no tenían ningún inconveniente para circular en carros sin placa, no eran detenidos en los retenes (p. 95). Este tipo de informaciones, como sino de una historia circular, son recurrentes, por ejemplo, en los resultados de las investigaciones en el proceso de Justicia y Paz que se dispuso para desmovilizar al ejército paramilitar de las Autodefensas Unidas de Colombia –auc–. O sea, la operación de los pájaros es algo que merece la pena estudiar para no repetir los errores del pasado. Aquí la historia tendría una función útil para no repetir los errores del pasado13.

El momento en el que sí se sentiría la presencia del Estado fue cuando se percibió cierta preocupación por lo que podría suceder ante la inminente muerte de Alfonso Santacoloma, una víctima de los pájaros que había cometido el error de firmar una carta que, con Gertrudis Potes a la cabeza, denunciaba públicamente la situación en la ciudad. Allí,

 

el Gobierno, previniendo los desórdenes que la importancia del muerto podría acarrearle, había enviado mil soldados armados para que custodiaran las calles de Tuluá y puesto tres policías militares en la puerta de la casa de León María Lozano para evitar represalias. (p. 143).

 

El Cóndor tenía todo el respaldo de los políticos en el poder: el cóndor tenía poder político. Eso le permitía evadir con holgura la selección de sus conductas como delito y la asociación oficial de su nombre con el de un delincuente. Pero no solamente le servía ese poder para activar o desactivar el sistema penal a su antojo. También lo volvía el amo y señor de la estructura administrativa de Tuluá y buena parte del resto del Valle. No solamente era soberano en la expedición de órdenes de todo tipo, sino que decidía qué se hacía y que no, sin mayor inconveniente respecto a los poderes departamental o nacional. Narra el autor que

 

él sabía primero que cualquier otro funcionario del municipio las órdenes que el gobernador mandaba desde Cali o que el ministro de Gobierno despachaba desde Bogotá. Y cuando esas órdenes no le parecían, él mismo se encargaba de llamar desde la telefónica de Chepita a quien la hubiera dado para informarle en términos muy claros que no la cumplirían en Tuluá. (p. 103).

 

Nada más recordar el momento, narrado con anterioridad, en el que irrumpe en la oficina del gobernador para invalidar una orden de destitución de una profesora que no cumplía con los requisitos de escalafón para, en su lugar, nombrarla con la máxima categoría.

El señorío del Cóndor llevó a que ningún abogado llevara una causa contra algún pájaro. Los abogados liberales cada vez tenían menores espacios para litigar, lo cual es atribuible no solo al miedo sino a los obstáculos que los jueces interponían para ejercer el derecho. Los abogados conservadores, por otro lado, eran incapaces de litigar contra miembros de su partido (p. 95). En ese panorama, como si fuera poco, se presentaron casos en los que los jueces entregaban la información directamente a los denunciados, para que tomaran cartas al respecto. Así fue cuando el único de las decenas de testigos de un homicidio hecho a plena luz del día, decidió delatar a los autores,

 

el atestiguó ante el famoso juez 25 de instrucción criminal que terminó por delatarlo ante los pájaros de León María aunque fuera conservador. (p. 123).

 

Estos pasajes ilustran como es imprescindible la participación de los órganos del Estado para orquestar grandes campañas sangrientas en total impunidad

 

F. Las víctimas

 

El concepto de víctima es moderno. Generalmente los conflictos armados se veían como un problema político y no humanitario, tal vez es tras la batalla de Solferino (1859), en el que se plantea en serio el problema de las víctimas en los conflictos, sean combatientes o no. A finales de los años 1940 en Colombia el problema no era humanitario era partidista, de tal manera, existía una guerra entre dos bandos, que no tenían árbitro y que además rumiaban su odio de generación en generación.

Las víctimas en la obra se presentan al principio como cadáveres anónimos, personas que no eran de Tuluá y que quien sabe qué habían hecho para merecer estar muertos, lo único que se sabía era algo simbólico, que aparecían sin documentos; y que fijo, sin duda alguna, eran liberales. Esa abstracción del “liberal” era un mecanismo para retirarle su dignidad a la víctima:

 

Tuluá decidió achacarle la masacre de desconocidos al cambio de gobierno y si bien los muertos no tenían un solo documento de identidad, todos en Tuluá supieron que eran liberales. (p. 83).

 

Luego, cuando empezaron a matar gente del pueblo, las víctimas dejaron de ser anónimas, pero no se comprendía la razón por la cual los mataban. Tal vez sí se sabía el criterio que debieron utilizar los asesinos, que cada vez se presentaba con mayor banalidad. La causa clara de los pájaros era matar liberales, “con el único ideal de acabar con cuanta cédula liberal encontraran en su camino” (p. 94). Este pasaje muestra otra constante de los conflictos armados, que los operarios, los guerreros o los mercenarios son inmunes al problema político que inicia el conflicto, les basta asumir como dogma un mensaje sencillo: la etiqueta del enemigo14.

 

Pero el enemigo no es un sujeto con características ontológicamente invariables. Al principio tiene unas propiedades con exclusión de otras: al principio era combatir a los que mataban conservadores, luego combatir a los que no ayudan a los conservadores, luego matar al que no sea conservador, luego matar al que no se suficientemente conservador15. Por esta vía se va banalizando la vida de “los otros”, cualquier motivo se vuelve una justificación irrebatible de su condición de suprimible. Mataron a un peón que borracho había gritaba vivas al partido liberal (p. 88) y a cinco de los seis miembros de un club de ciclismo,

 

los mismos que habían negado su contribución para arrastrar la carroza de María Auxiliadora en la procesión que organizó el padre González aduciendo que era muy pesada. (p. 89).

 

Luego mataron a unos hermanos, que bajaban la leche de una vereda aledaña, quienes

 

no tenían otro pecado que el de nunca haber dicho a qué partido pertenecían y aunque no tenían cara de liberales, como esto ya se había acabado en los campos, había que empezar por acabar con los conservadores tibios. (p. 129).

 

Lo mismo sucedió cuando los pobladores se indagaban sobre la muerte de tres mujeres mayores y once niños, no les quedó explicación más pertinente que lo más seguro es que eran liberales (p. 139). En los conflictos iniciados a expensas de los grandes ideales, la futilidad de los motivos para matar es la constante. Pero la expresión matar, también fue mutando en el imaginario de la guerra que vivía Tuluá, ya no se mandaba a matar a nadie, sencillamente se mandaba a hacer un “trabajito” (p. 129).

Pero hay otras víctimas que fueron seleccionadas por su oposición a la estrategia de muerte. Esas víctimas tienen luego un valor inmenso en la reconstrucción de la memoria colectiva sobre lo que le sucedió a un pueblo. Este es el papel que cumplen los liberales que, liderados por Gertrudis Potes, la dueña de la joyería Potes, firman una carta en la que denuncian el derramamiento de sangre que vive Tuluá y a sus autores. Esa carta llevaría de nuevo al Cóndor a las páginas de la revista Life y ahora al diario El Tiempo. Los firmantes fueron los tristes protagonistas de

 

la única sangría fina de que Tuluá y Colombia recuerdan algo porque, por lo general, los muertos de la violencia han sido todos los de ruana, pobres campesinos que no encontraron otro ideal en la vida que vivar a su partido liberal o a su partido conservador. (p. 131).

 

Tras la firma de la Carta, el periódico El Relator, apodó “el batallón de suicidas” a los nueve suscribientes. Un mes después de la publicación de la denuncia empezó la matanza. Quedaron cinco sobrevivientes que pudieron dejarse ver en el pueblo solo hasta el día en que el pueblo alborozo tomo nota de que León María había sido llevado por el ejército hacia Pereira. Quedaron las cruces sin mayor investigación, con la percepción de que los que yacían allí, en ese inmenso cementerio, tan solo estaban en el lado equivocado de la historia.

G. La terminación del conflicto

 

Como ha sido característico de nuestros conflictos armados, el problema se vuelve serio cuando llega a golpear las puertas de las grandes ciudades. La violencia, como lo apunta Bushnell, fue un fenómeno particularmente rural, que tuvo como caldo de cultivo la herencia partidista de los campesinos. Hubiera sido impensable el nivel de locura que caracterizó este periodo de haber existido un nivel socio económico superior16. Los campos se quedaron sin quien los labrara y los campesinos fueron a parar a los tugurios en las ciudades,

 

tantos, y tan acongojados, que los dueños del poder por fin despertaron, y antes de que todo fuera hecatombe, los que acompañaban a los señores de Bogotá en sus banquetes de paz y en sus fotografías de lujo, decidieron invertir los papeles y decirle a los asesinos elegantes que su sangría había terminado porque ya no podían sus industrias ni sus mujeres sostener a tanto refugiado y el porvenir económico estaba primero que la satisfacción política. (p. 155).

 

Al cambiar el gobierno empezó la transición de Tuluá hacia la paz. Como era de esperarse, los poderosos antes de irse trataron de eliminar las huellas que en futuros regímenes los pueden llevar a la cárcel o que algún descontento les pague con la misma moneda. Cuando empezó la retirada, “los archivos de los juzgados fueron tirados a la quema pública” (p. 156) y empezó la celebración del pueblo por la derrota de los señores de Tuluá.

León María fue beneficiario, junto con otra docena de cóndores del resto del territorio nacional, de la extradición de su sitio de operaciones. No se pensó si quiera en la cárcel porque, como lo cuenta el autor, el ministro de gobierno era uno de los señores que llegaron desde Cali a poner al corriente a León María sobre los peligros que se cernían sobre la humanidad católica (p. 158).

 

III. A manera de conclusión: la memoria

 

El largo recorrido que se ha hecho sobre las detalladas narraciones de una tragedia humanitaria como la de esta época, sirve para pensar algo que el pueblo colombiano hoy, de manera muy similar, intenta hacer: pensar su pasado, su memoria.

Lo que queda de estos conflictos es generalmente lo que mediáticamente se desbordó, la revista Life en sus dos ediciones, lo que se publicó en El tiempo. Todo esto fue el principio de la reconstrucción, porque esos periódicos no se pudieron quemar como se hizo con los expedientes judiciales el día que se retiraron los pájaros. La complicidad de los funcionarios de policía y judiciales hacía que no solamente se quemaran las cosas que se denunciaron, sino que muchas fueran en silencio soportada por sus víctimas.

Y así termina este trabajo, tratando de emular la cronología de la inmensa obra de Álvarez Gardeazábal, como empezó. Tratando de recordar cómo fue todo y por qué dijimos lo que dijimos:

 

Muchos escribirán artículos recordando su figura legendaria, pero nadie dirá la verdad porque llevamos año y medio de olvido obligado y el pasado, por más que esté lleno de cruces, no puede ser removido. (p. 163).

 

Bibliografía

 

Álvarez Gardeazábal, Gustavo. La novelística de la violencia en Colombia, Trabajo de grado para Licenciatura en Letras, Cali, Universidad del Valle, 1970.

 

Botero Bernal, Andrés. “El Quijote y el derecho: las relaciones entre la disciplina jurídica y la obra literaria”, en: Ideas y derecho, Anuario de la Asociación Argentina de Filosofía del Derecho, n.º 6, 2008.

 

Bushnell, David. Colombia. Una nación a pesar de sí misma, Claudia Montilla (trad.),Bogotá, Planeta, 2011.

 

Carnelutti, Francesco. ¿Cómo nace el derecho?, Bogotá, Ed. Temis, 2010.

 

Caroni, Pio. La soledad del historiador del derecho, Madrid, Ed. Universidad Carlos iii de Madrid, 2010.

 

Engels, Federico. El origen, la propiedad privada y el Estado, Cali, Ed. Nuevo Horizonte, 1979.

 

Naranjo Mesa, Vladimiro. Teoría constitucional e instituciones políticas, 10.ª ed., Bogotá, Temis, 2006.

 

Rabinovich-Berkman, Ricardo. Un viaje por la historia del derecho, Buenos Aires, Quorum, 2007.

 

Silva García, German. Criminología. Construcciones sociales e innovaciones teóricas, Bogotá, ILAE, 2011.

 

Teitel, Ruti G. Transitional justice, New York, Oxford University, 2000.

 

 

 

* Abogado (Universidad Externado de Colombia), Especialista en Derecho Privado de la Universidad Externado de Colombia, Magíster en Administración de Empresas de la Universidad de Miami, e-mail [alcla9@gmail.com].

Nuevos Paradigmas de las Ciencias Sociales Latinoamericanas issn 2346-0377

vol. III, n.º 6, julio-diciembre 2012, Alfonso Clavijo G. pp. 127 a 148

1 Federico Engels. El origen, la propiedad privada y el Estado, Cali, Ed. Nuevo Horizonte, 1979, p. 26.

2 Francesco Carnelutti. ¿Cómo nace el derecho?, Bogotá, Ed. Temis, 2010, p. 13.

3 Cit. Por: Vladimiro Naranjo Mesa. Teoría constitucional e instituciones políticas, 10.ª ed., Bogotá, Temis, 2006, p. 4.

4 Pio Caroni. La soledad del historiador del derecho, Madrid, Ed. Universidad Carlos iii de Madrid, 2010, p. 81.

5 Andrés Botero Bernal. “El Quijote y el derecho: las relaciones entre la disciplina jurídica y la obra literaria”, en: Ideas y derecho, Anuario de la Asociación Argentina de Filosofía del Derecho, n.º 6, 2008, pp. 257 a 295.

6 Para evitar incesantes repeticiones de citación, sólo se pondrá la página del libro, que corresponde a la referencia: Gustavo Álvarez Gardeazábal. Cóndores no entierran todos los días, Bogotá, Plaza & Janés, 1984.

7 El historiador argentino advierte que en los testimonios deliberados se exige un nivel de crítica adicional al resto de testimonios, pues estos se confeccionan precisamente para ese propósito. Es decir, hay que tener cuidado de no hacer investigación historiográfica con fuentes que se dispusieron para tal propósito, pues existe un interés que puede comprometer la objetividad de quien da el testimonio. Mírese Ricardo Rabinovich-Berkman. Un viaje por la historia del derecho, Buenos Aires, Quorum, 2007, pp. 72 y 73.

8 Gustavo Álvarez Gardeazábal. La novelística de la violencia en Colombia, Trabajo de grado para Licenciatura en Letras, Cali, Universidad del Valle, 1970. Esta obra es un estudio y clasificación de treinta obras publicadas entre 1951 y 1970, bajo la tutoría de William Langford, profesor de la Universidad de Notre Dame en Indiana.

9 David Bushnell. Colombia. Una nación a pesar de sí misma, Claudia Montilla (trad.),Bogotá, Planeta, 2011, p. 288.

10 “El hecho de que no pocos liberales pensaran que los conservadores habían asesinado a su líder, así como de que muchos conservadores creyeran honestamente que Colombia estaba amenazada por una conspiración de izquierda de carácter internacional, ayuda a explicar el comportamiento aparentemente irracional, incluso patológico, que los colombianos exhibirían en los años siguientes”. Bushnell. Colombia. Una nación a pesar de sí misma, cit., p. 291.

11 Ruti G. Teitel. Transitional justice, New York, Oxford University, 2000, p. 67.

12 German Silva García. Criminología. Construcciones sociales e innovaciones teóricas, Bogotá, ILAE, 2011, p. 11.

13 Explica Rabinovich que una de las formas de concebir la ciencia es como ciencia preventiva, es decir que las narraciones históricas sirven para evitar los errores del pasado. Mírese Rabinovich Berkman. Un viaje por la historia del derecho, cit., pp. 27 a 31.

14 En virtud de la teoría del etiquetamiento hay una imposición pública de una etiqueta al desviado respecto a las normas del grupo, esta etiqueta es asumida como propia por el individuo, que luego se comporta de acuerdo con las expectativas que genera la identidad social que se le atribuye. Mírese Silva García. Criminología, cit., pp. 324 a 334.

15 El uso del término conservador corresponde a la contextualización de la obra en la que se denuncia a los conservadores, lo mismo se predicaría de los liberales en otras regiones del país.

16 Bushnell. Colombia. Una nación a pesar de sí misma, cit., p. 293.